Ya les he contado en otras ocasiones que mi redactor jefe y yo hablamos de los temas que vamos a abordar en este espacio. Con total libertad, claro. En la última conversación surgieron dos temas y me quedé con el segundo.
Pero no puedo resistirme a unas líneas con el primero, aunque no lo puedo tratar con la profundidad que se merece la persona. Este verano ha fallecido el profesor e investigador de la Universidad de Valladolid Teófanes Egido. Tuve la inmensa fortuna de ser su alumno en la mitad de los 90 del siglo XX. Diré, simple y cortamente, que su docencia fue magnífica: amena, atrayente, vital, social, humana.
En lo poco que pude beneficiarme de su personalidad esta me pareció que se correspondía con la de una persona entrañable, en la que se mostraba una gran comprensión de las circunstancias que acompañan al ser humano.
Quizá el otro tema sea más aburrido, así que quedan avisados desde aquí. Este que suscribe tiene como forma de vida el ejercicio profesional de la Arqueología. Entre nuestras obligaciones está la de explicar, en términos sencillos, cómo trabajamos y qué es lo que encontramos o no encontramos.
Afortunadamente, en innumerables ocasiones me he visto a pie de excavación, o debajo de un edificio -castillo, torre, iglesia-, dando explicaciones a partir de nuestros trabajos de campo.
Ustedes muestran una curiosidad -insaciable- que hay que tratar de solventar. Entre sus inquietudes están la de cómo sabemos que en ese punto en concreto hay algo enterrado y cómo es posible que se haya enterrado.
En cuanto a lo primero, cómo saber que existe registro arqueológico bajo nuestros pies, he de decir que estamos en un momento tecnológico apasionante. Técnicas que hace unos pocos años eran caras y complicadas de obtener están abaratando sus precios y su disponibilidad ha crecido exponencialmente: fotografías aéreas, satelitales, drones, LiDAR, magnetometría, georradar, son términos ya de uso casi común en nuestro lenguaje. En poco tiempo serán herramientas tan rutinarias como el pico, la pala o los jalones en nuestro trabajo de campo y de gabinete.
Pero hoy todavía vivimos de hacer las cosas a la antigua usanza, y un grandísimo porcentaje de los yacimientos inventariados en Castilla y León lo ha sido mediante prospección directa. Eso significa que esforzadas y esforzados prospectores han recorrido el territorio buscando restos materiales e inmateriales que permitan establecer la posición de los sitios arqueológicos.
Entre los materiales localizamos fragmentos de cerámica, huesos, trozos de ladrillo y teja, la basura doméstica, restos de muros, fuentes y un larguísimo listado de ítems que pueden ser la evidencia de que nuestro suelo oculta un castillo, una villa romana, un poblado calcolítico o vaya usted a saber qué otra acción humana que subyace enterrada en nuestro solar autonómico.
En cuanto a los vestigios inmateriales también somos capaces de reconocer posibles yacimientos en leyendas, canciones populares, romerías y, sobre todo, en nuestra toponimia -la forma de denominar a los fenómenos que nos rodean-. No nos extrañamos de que “El Pradillo de los Huesos”, “La Ermita” o “La Cerca” puedan ser síntomas de una necrópolis -un cementerio antiguo-, una iglesia desaparecida, o las viejas murallas que rodeaban alguno de nuestros pueblos y villas.
Estos y otros síntomas nos llevan a diagnosticar que nuestro pasado está ahí, en unas coordenadas muy concretas. Y hemos aprendido a esperar sin razón, como la estatua del Jardín Botánico de Radio Futura, a que haya recursos para poder documentarlos antes de que un mal entendido progreso los destruya.
La otra cuestión, la de cómo se tapan o cómo se generan los yacimientos, es crucial para entender y prever lo que nos podemos encontrar. Me pongo exquisito: si usted tiene mucha curiosidad técnica tiene un capítulo dedicado a esto en Historias en la Tierra, el manual de Arqueología escrito por el arqueólogo italiano Andrea Carandini, referencia básica en la ciencia arqueológica actual.
Le copio, porque su ejemplo es sencillo. Además, en esta España en proceso de vaciamiento que sufrimos, seguro que conocen algún caso. El abandono de nuestros pueblos conlleva que no se haga mantenimiento de sus casas. Eso supone que los tejados se vienen abajo y arrastran paredes, acabando aquel edificio convertido en un montón de escombros.
Sobre ellos crece la maleza, se genera suelo y, en unos años, donde había un pueblo hay, con suerte, una pequeña mota que resalta en el paisaje. Este ejemplo es válido desde la Prehistoria reciente entre el Oriente Medio y la Cuenca Mediterránea, y recibió el nombre de tell.
Voy a poner otros ejemplos, aprovechando el yacimiento de Deobriga, el yacimiento de Arce-Mirapérez, en Miranda de Ebro, que es muy popular en esta sección. El viejo oppidum -ciudad amurallada- autrigón fue objeto de una reurbanización a la romana a la llegada del Imperio: derribo de su imponente muralla, explanación del lugar sepultando las casas rectangulares antiguas bajo arenas y gravas para poder cimentar sus insulae enmarcadas en un urbanismo ortogonal.
Es muy probable que, cuando se abandonan algunos barrios en el Bajo Imperio Romano, estos se conviertan en cantera de quienes todavía permanecen en lo que queda de urbe.
El paso del tiempo ve cómo el poder de Roma decae, pero de las ruinas de Deobriga surgirá la pequeña aldea de Arce-Mirapérez, que levanta su iglesia con materiales de construcción romanos reutilizados. Toda la superficie de la ciudad romana -26 hectáreas construidas- desaparece bajo los cultivos.
Esas ruinas soterradas darán problemas a los agricultores del siglo XIX que se quejan de la baja productividad de sus tierras por los restos que no saben identificar.
Parte de las actuaciones arqueológicas realizadas en relación con Deobriga a lo largo del del siglo XXI se han ‘musealizado’ para disfrute y beneficio de la sociedad en su conjunto. Pero en este espacio, al aire libre, podemos asistir a la creación de un nuevo yacimiento: la falta de mantenimiento de los restos puestos al descubierto está perpetuando este ciclo que hemos descrito. La vegetación crece libre sobre los restos, atrapará tierra y pronto estarán, nuevamente, sepultados.
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Las imágenes que acompañan a este artículo corresponden al despoblado de Bárcena de Bureba, dentro del municipio burgalés de Abajas. El conjunto urbano se encontraba en venta desde el año 2022 y en enero de 2024 se anunció su adquisición por un matrimonio procedente de Países Bajos, que llega con proyectos de interés para la comarca. A día de hoy todo el pueblo tiene la categoría de yacimiento arqueológico, salvo la iglesia románica de San Julián y Santa Basilisa [santos hospitaleros ambos, con lo que nadie puede sorprenderse si bajo el edificio aparecen restos de un templo visigodo].