Solo podemos disfrutar de Miranda de Ebro si la comprendemos, si ojeamos su historia y nos orientamos en el tiempo y en el espacio. Desde la Edad Media hasta la Guerra Civil, nunca tuvieron más sentido los apellidos de Aquende y Allende
Ricardo Ortega
Desde la esquina nororiental de la provincia de Burgos, como un balcón que se asoma al País Vasco, Miranda de Ebro asiste desde siempre al debate de si puede considerarse un destino turístico; si sus calles y plazas y templos y palacios merecen un viaje, una parada, la búsqueda de un restaurante donde reponer fuerzas o un alojamiento en el que dejar descansar los huesos.
En definitiva, si la visita nos aportará placer, descanso o conocimiento, que son los tres objetivos que siempre persigue el viajero.
La respuesta solo puede ser afirmativa, ya que toda experiencia siempre aportará algo al transeúnte, pero en el caso de Miranda el visitante debe aguzar los sentidos, interpretar de forma sabia las pistas que se extienden por una ciudad que no deja de ser un pueblo, puesto que alberga uno en su interior, igual que los adultos no terminamos de deshacernos del niño que un día fuimos.
Solo podemos disfrutar de Miranda si la comprendemos. Si ojeamos su historia y nos orientamos en el tiempo y en el espacio. La primera mención escrita a la localidad se produce en el año 757 de nuestra era, y se refiere a la pequeña localidad situada en la orilla derecha del Ebro, al pie de un cerro que hoy conocemos como la Picota, coronado por un castillo. Ese es el núcleo de traza medieval, que aún se conserva, un casco viejo que por influencia vasca denominamos ‘Parte Vieja’ y que oficialmente sigue siendo el barrio de Aquende: de este lado del río.
¿Qué sucedió después? La existencia de un puente llevó a la localidad a extenderse por la otra orilla, Allende, convertida hoy en ciudad moderna, industrial, trazada con tiralíneas como los ensanches de cualquier ciudad. Nos vienen a la cabeza, salvando las distancias, Barcelona o Bilbao.
Arqueología en la Detroit española
Esa es la Miranda más conocida, la que creció hasta rozar en varias ocasiones los 40.000 habitantes, aunque siempre se interpuso una crisis económica para impedir que se alcanzara esa cifra. En la penúltima, la de 2008, algún periodista de mal gusto bautizó a la localidad como la Detroit española. Así de duro fue el cierre de empresas en esta ciudad que, pese a todo, siempre ha sido abierta, tolerante, de las que reciben con una sonrisa al forastero.
Una de las fábricas que cerraron sus puertas fue la papelera Rottneros, la histórica Fefasa, emblema local que, al desaparecer, dejó un hueco imposible de colmar en la economía y la sociedad mirandesas.
Junto a ella, quedó al descubierto una herida que llevaba 2.000 años pendiente de cicatrizar: los restos de la ciudad autrigona, y después romana, de Deobriga. El arqueólogo Rafael Varón fue el responsable de poner nombre y apellidos al yacimiento mirandés, que hoy sigue pendiente de una excavación completa.
También merecen una recuperación y puesta en valor los restos situados a apenas unos metros, los del campo de concentración de Miranda, el más grande de cuantos estableció la dictadura franquista y también el que más tiempo permaneció activo. Apenas quedan en pie un depósito de agua, un lavadero y el cuerpo de guardia, que integran un conjunto sórdido, triste, que recibe un goteo de visitas a lo largo de todo el año.
Para hacer más escabroso el recorrido por el campo, el visitante es informado de que las instalaciones fueron levantadas con ayuda de la Gestapo.
Para los interesados, existe un centro de interpretación sobre este campo, un recuerdo de la estupidez y la barbarie que puede alcanzar el ser humano.
El patrimonio religioso
Por lo visto hasta el momento la visita a la localidad del Ebro está muy lejos de ser convencional, algo que también afecta a su patrimonio religioso. Miranda es la única ciudad de Castilla y León que hasta la fecha (septiembre de 2023) no ha acogido una muestra de Las Edades del Hombre, a pesar de que no faltan infraestructuras de hostelería ni templos de interés.
No nos impacientemos. Llegaremos a conocer esas iglesias, pero antes echemos un vistazo al entorno natural de la ciudad, tan atractivo como el casco urbano y que acoge numerosos ejemplos de eremitorios rupestres, testimonio de un pasado rico en este tipo de manifestaciones.
En la zona tuvieron su vida contemplativa San Felices, San Formerio, San Prudencio, San Millán, Saturio… con la paradoja de que la única ermita restaurada y visitada es la de un santo inexistente, San Juan del Monte, patrón oficioso de la localidad y cuya leyenda corresponde a la personificación de otro San Juan, evangelista, cuyo templo recibía a romeros de varias localidades desde tiempo inmemorial.
En cualquier caso, el movimiento eremítico se prolonga hasta la actualidad. El Yermo Camaldulense de Nuestra Señora de Herrera es el único monasterio regido por la congregación de Eremitas Camaldulenses de Monte Corona en España.
Consta únicamente de doce celdas, ocupadas por otros tantos hermanos procedentes de diversos países. El conjunto incluye una pequeña hospedería, donde solo reciben a huéspedes varones. Solo son posibles las visitas -de nuevo masculinas- los martes y jueves.
Desde el exterior solo se divisa una hermosa espadaña barroca de tres vanos, vacíos de campanas, hecha con sillares almohadillados, además de un torreón.
Un recorrido por tres templos
¿Y en cuanto a los templos convencionales? Cabe destacar tres, cuya elección no es caprichosa, sino que está marcada (de nuevo) por el río. En el barrio de Allende, la iglesia del Espíritu Santo, del siglo XIII, acogía el juramento los querellantes en los litigios que enfrentaban a vecinos de Miranda con las gentes de la orilla izquierda.
Conserva su naturaleza románica, pese a albergar elementos de estilos posteriores. Sus muros y sus puertas recogen todas las cicatrices de la historia de España. Declarada Monumento Histórico Artístico por la República, en el fatídico 1936 alguien pensó que sería buena idea incendiarla.
Semidestruida, perdió su antiguo nombre (San Nicolás) y permaneció cerrada, como quien dice, hasta antes de ayer: en 1972, cuando reabrió sus puertas convertida en el Espíritu Santo.
Debemos cruzar el puente de Carlos III, sin perder de vista a sus dos leones, para llegar a la iglesia de Santa María, ya del XVI. Dedicada a la patrona de la ciudad, la Virgen de Altamira, levanta su cuerpo renacentista -con elementos del gótico tardío- en pleno corazón de la Parte Vieja.
Cuenta con tres naves cubiertas por bóvedas estrelladas que se apoyan en enormes columnas de piedra sillar. En su baptisterio se conserva otro de los ‘tótems’ de la localidad, la momia de Pascual Martínez, chantre de Calahorra y protagonista de un tétrico episodio de la tradición local. Para los mirandeses es ‘el Chantre’ y, aunque los restos son visibles, no conforman uno de los puntos de visita obligada. Allá cada cual.
Vino, pinchos y música ‘indie’
Finalizamos nuestro periplo en la iglesia de San Francisco, también del XVI, que fue convento franciscano, centro de votación de los mandatarios locales hasta el siglo XVIII, hospital durante la Guerra contra la Convención Francesa… El conjunto alberga hoy un colegio y una hospedería con pocos lujos, pero acogedora.
Se acerca el final de nuestro recorrido, que debería incluir los palacetes de la plaza de España que acogieron a varios reyes y al mismísimo Napoleón. Acerquémonos a ellos, en la Parte Vieja, donde aún quedan locales que ofrecen vino, pinchos, música de la escena independiente.
El rock y el pop como seña de identidad de este ‘pueblo grande’ que acoge tres festivales de música al año (Ebrovisión, el Chantre y Ebroclub), legado del muy querido y recordado Rafael Izquierdo, precoz promotor cultural de la localidad. Un broche contemporáneo para una ciudad que sigue braceando para no dejar de serlo.