El análisis arqueológico de nuestro patrimonio construido enriquece la historia de ermitas, castillos abandonados en altozanos o poderosas murallas. También de aquellos palomares que salpican nuestros paisajes, ahora vaciados de personas, pero llenos de elementos patrimoniales y culturales siempre en peligro
El redactor jefe de esta revista actúa conmigo como un controlador de activos de la antigua KGB. Cualquier asunto que me plantea parece una orden de aquel caduco Soviet Supremo y me pongo a la tarea sin rechistar. Y, para ser sincero, sin quejarme. O no mucho, ya me entienden.
Hoy, me temo, vamos a tener que ponernos técnicos. Es posible que apunte alguna palabrota de la jerga arqueológica que complique la lectura y me haga parecer más pedante de lo que soy.
No les descubro nada nuevo si les digo que Castilla y León tienen mucho patrimonio histórico, cultural, arquitectónico y arqueológico -entre otros-. En esta ocasión voy a mirar, con mi mirada contaminada por la arqueología, a la arquitectura.
Allá por los años 90, y en esa otra potencia mundial de las piedras con historia que es Italia, se pusieron a pensar que el patrimonio construido -iglesias, edificios civiles, castillos y un larguísimo etcétera- se podía estudiar desde el punto de vista arqueológico. El invento ya se había recogido en la tradición inglesa y suponía, por decirlo en corto y a lo bruto, en cambiar de plano: en vez de leer el suelo -horizontal- cambiamos la vista y empezamos a leer paredes -el plano vertical.
Y no se crean, aquí el método caló bien profundo, y enseguida nos pusimos a la tarea de aprenderlo con ahínco y a trabajarlo con pericia. Algunas de las primeras experiencias y reuniones científicas que se realizaron en España salieron de esta tierra.
Así que es posible que vean a una o más personas, armadas de planos y pinturas, cámaras de fotos, ingenios mecánicos voladores y algún otro cachivache topográfico sacado del siglo XXIII, mirando ceñudamente algún edificio -viejo, nuevo, de lujo o en ruinas, no importa- y no le están haciendo la revisión energética.
Escudriñamos cada trocito de muro, de ventana, de arco, de agujeros para alcayata… en busca de cada sutil cambio que nos pueda revelar un acontecimiento histórico que podamos dibujar, fotografiar y medir, tomar una muestra de su argamasa o cualquier otra cosa. Y luego lo contextualizamos todo y lo contamos.
A veces, lo que contamos son cosas emocionantes a la par que terribles: “Ese agujero es un cañonazo de cuando los carlistas, ese es un golpe de catapulta de cuando Alfonso VI sitió Zamora”. Pero las más de las veces lo que vemos es la vida del edificio, que no siempre es tan dramática, pero sí más cotidiana.
Se estarán preguntando, si es que aún miran esta página, ¿para qué sirve todo este despliegue de medios humanos y técnicos sobre esas piedras? La parte económica de la cuestión, que es la que más se ve, nos dice que estas investigaciones ayudan a distinguir costurones y salidas de tono en edificios que vamos a restaurar o rehabilitar, facilitando que estas operaciones sean coherentes.
La cuestión más científica es que, a veces, conseguimos entender mejor cómo era la sociedad que permitió estas construcciones.
Si trabajaban organizados o desorganizados, bajo la presión de un poder o fruto de un esfuerzo comunitario, si estos detalles que vemos aquí los hizo una cuadrilla de canteros locales o de gentes venidas de lejos con otras culturas y técnicas constructivas, si la reparación fue hecha en un momento de opulencia o de pobreza. Pueden seguir ustedes añadiendo razones si le preguntan a la arqueóloga que más a mano tengan.
El análisis arqueológico de estos edificios nos sirve para enriquecer la propia historia de las ermitas de nuestros pueblos, de los castillos abandonados en altozanos, las poderosas murallas que rodean o rodearon nuestras villas o aquellos palomares que salpican nuestros paisajes, ahora vaciados de personas, pero llenos de contenidos patrimoniales y culturales siempre en peligro. De nuestra esencia, en definitiva.
Reportaje gráfico, Ricardo Ortega