La lógica matemática, inapelable, del triángulo nos permite interpretar la evolución de la Deobriga autrigona hasta desembocar en la actual ciudad de Miranda de Ebro. Con alguna parada en episodios terribles de la historia de España.
Rafael Varón
No soy yo de muchas geometrías. La materia me dio tantos problemas en mi lejana infancia que nunca le he tenido el aprecio que, sin duda, se merecen sus formas. Yo qué sé, los triángulos con sus vértices, con esa perfección equilátera, la estilización de los isósceles, o esa rebeldía escalena.
Y, sin embargo, hoy voy a leer uno de mis paisajes de referencia –aquella ciudad equidistante de Castilla, La Rioja y Vasconia- desde lo geométrico, con triángulos, secantes, cuadrados y algún semicírculo excéntrico.
Tomemos un triángulo en que su primer vértice es el más antiguo y que, geométricamente hablando, fue el centro local de un atractivo pueblo prerromano, el de los autrigones. Su pequeño castro, una interesante tachuela elevada junto a los ríos Ebro y Zadorra, hubo de crecer hasta convertirse en una ciudad amurallada que en la literatura llamamos oppidum, en un tránsito entre los siglos IV antes de Cristo y el I d.C.
Este vértice no es un objeto fijo en el territorio. Aunque no se mueve, cambia. El imperio romano lo transforma, derriba sus murallas, cambia su plano urbano por uno nuevo, gestiona el espacio de otra manera… pero no cambia su nombre. Y así, en vez de llamar al lugar geométrico ‘A’, en una serie ‘A-B-C’, lo seguiremos llamando Deobriga casi algo más de dos milenios después de su primera instalación.
Viajamos por el lado del triángulo, hacia el lugar que pudiéramos llamar ‘B’ y que hoy llamamos castillo, pero que fue, más que posiblemente, la sede de una pequeña aldea que hoy conocemos como Miranda, que creció y contuvo, en ese punto, una iglesia románica que nos va dando pistas de su agitada existencia.
La logística, que también tiene algo de geométrico, modificó el lugar. En este caso, la logística de la sal se ocupó de que los intereses de una familia señorial se apropiasen del viejo templo y lo transformase, en el final de la Edad Media, en una casa torre con la que controlar el paso sobre esa secante a nuestro triángulo que es el río Ebro.
El paso del tiempo y otras lógicas militares convirtieron la torre en fortaleza, ora asiento de invasores, ora de tropas que ganaban la libertad para los ciudadanos del siglo XIX. Cumplido su ciclo militar, se enterró en el olvido durante más de 100 años. Quizá como justo castigo a una historia marcada por las molestias, algunas mortales, causadas a la vecindad.
Hoy, este vértice anima las visitas al interior del triángulo, cuyo espacio es perfectamente visible desde las murallas recuperadas del último bastión militar que tuvimos en la Picota, que es el otro nombre -el más tradicional- que tiene este lugar.
El último vértice es el más moderno. Pero también es el más terrible, el que transmite enseñanzas que hay que aprender y que conviene no olvidar. Los restos del Campo de Concentración de Miranda de Ebro y su cercano centro de interpretación son una visita necesaria. Y, sin embargo, a mí me hiela la sonrisa y me anuda el estómago porque enseña la cara más cruel de la humanidad, nuestra capacidad de hacer el mal.
Y es por esta razón, para evitar que lo que sufrieron nuestros mayores no hace tanto tiempo, sea tan importante la recuperación de sus restos y de nuestra Memoria.
No atender a las clases de geometría me ha llevado al final de este rectángulo de papel virtual sin prestar atención a lo prometido: quedan pendientes secantes, cuadrados y el semicírculo excéntrico. Esperemos que haya tiempo para seguir con esta materia, y me cito con ella para un hipotético septiembre…