Rafael Varón
A estas alturas de mis colaboraciones con esta casa no es un secreto que quien esto firma tiene una ligazón umbilical con Miranda de Ebro. Vamos, que no se asombran si descubro aquí que nací en la orilla del Ebro en la que estaba el viejo, pero no el antiguo, Hospital de Santiago.

Mi redactor jefe insiste en que de vez en cuando tire de mis recuerdos y mis sensaciones, que en ocasiones también son las suyas. Eso sí, la exigencia es que deben ir aderezadas con argumentos técnicos. Temo defraudarles a ustedes y a él. Seguramente mis vivencias no sean tan interesantes y tengan tanto contenido, y mis conocimientos seguro que tampoco son tantos.
Al lío. Como muchos de ustedes que transitaron su adolescencia y su primera juventud entre la mitad de los 80 del siglo XX y aquel incipiente siglo XXI de hace ya un cuarto de centuria, pasé una buena parte de aquel tiempo, sobre todo el de ‘ocio’ del fin de semana -primero con la paga de mis padres, luego con aquellos primeros salarios-, en diversos garitos de lo que en otros lugares de Castilla y León llamaban ‘zona de vinos’ y que en Miranda tenía una geografía concreta encerrada en el barrio de Aquende, con extensiones puntuales al de Allende.
Lo que hoy todavía llamamos ‘Parte Vieja’, sin que sepa uno si es despectivo o cariñoso -me temo lo peor-, en lo que hoy es el Conjunto Histórico Monumental de la Villa de Miranda de Ebro y que ha sido el hogar de unas cuantas generaciones, en ocasiones de las mismas familias.
En los recuerdos que tengo de la época, peinando ahora muchas canas, prima el egoísmo hedonista que se recoge en aquel verso genial, “Salir, beber, el rollo de siempre…”, con la fiesta por la fiesta como objetivo sin ofrecer el miramiento debido a lo que había alrededor: patrimonio, historia, tradiciones… y, sobre todo, personas. Vecinas y vecinos -de todas las edades- que sufrieron de la rabia juvenil de cientos de vándalos durante demasiados años.
Y no vayan a creer que no tuvimos apoyo institucional. En aquellos años facilitar la labor de la hostelería que creció en la zona, de chupitos y copas a precios populares, fue un objetivo de nuestras autoridades.
El objetivo, pero también el método, parecía loable, y no era otro que aumentar la vida de un barrio que entonces ya era mayor y endémicamente deteriorado. Sin embargo, las madrugadas dominicales ofrecían la visión de una horda de zombis en el sentido más haitiano del término que dejaban a su paso un hedor del que también fui responsable.
Pasa la vida y mi discurso vital me conduce por la senda del Patrimonio Cultural de la mano de la práctica de la arqueología profesional, aunque antes ya me había picado el gusanillo de la historia local. No se crean, los mirandeses somos muy nuestros y ya de estudiante, transitando tercero de BUP -¡ay!- me interesaban aquellos textos que el libro de Historia de España nos ofrecía.
Como texto para comentar teníamos un fragmento de la Carta del Obispo Juan de Valpuesta que mencionaba topónimos que eran fáciles de relacionar con Miranda -el límite de la expansión valispositana por el sur-. Esperaba uno que nuestro profe de Historia nos explicase aquellas líneas, pero fue en vano. Quizá mi afición viene por frustración propia más que por el éxito del magisterio ajeno.
Pasados unos años, y metido ya de lleno en cuestiones arqueológicas, tuve la ocasión de poder apreciar el solar de la aldea de Miranda, el de su posterior villa y la peripecia de su Fuero, su castillo, su lucha por sobrevivir a los poderes de las distintas épocas, que se materializaron en ese Conjunto Histórico que un día me empeñé en destruir. Todavía quedan cuestiones por investigar y resolver allí.
También alcancé -creo- cierta conciencia de que los dos barrios en torno al paso del Ebro y su puente eran un fósil viviente que mostraba, primero, los restos de un pasado que había que entender, estudiar y, en buena medida, conservar. Incluso a pesar de los vecinos que, aunque no lo crean, son lo más importante del espacio.
Ha de ser tremendamente frustrante que alguien tome decisiones que te afecten en tu cotidianidad vital sin que ni siquiera te hayan consultado, e incluso te consideren un ente molesto al que evitar o sustituir por otro que incordie menos y, además, sea más ‘cool’.
Quizá sea este uno de los motivos por los que algunos procesos relacionados con la defensa del patrimonio no cuajen entre las personas a los que están dirigidos. Otro factor de frustración -dos veces en este texto- es que las promesas de fantabulosos planes carezcan de financiación y nazcan muertos, pero entre muchas alharacas.

Se antojan necesarios procesos de escucha que permitan recoger, de manera real y no sesgada, el sentir de las personas que ‘sufren’ la carga que supone, en mi relato, el patrimonio, y que debe ser aligerada por colaboración y no por destrucción, ya sea fruto de una acción directa o de la dejadez.
Supone una alegría, por tanto, que distintas personas vengan agrupándose en diversas acciones ciudadanas -vecinos y vecinas, Castillo, Renacimiento, otras ya desaparecidas- que han puesto distintos acentos a voces que quieren actuar sobre ese conjunto urbano cargado de historia sí, pero más de sentimientos: pertenencia, recuerdos, nostalgia y los que ustedes quieran anotar.
Claro, ahora debería salir de mi casco de arqueólogo, reconvertido en chistera de mago, una solución mágica que, de un sombrerazo, solvente todo: ¡abracadabra!
Pues debo lamentar que no soy ni mago ni tan listo. Aquí solo se puede proponer trabajo serio, formal, profesional, científico, riguroso en suma, pero seguro que debe ser participativo: aprendiendo lo que necesitan las personas que viven en la Parte Vieja, devolviendo procesos didácticos que nos ayuden a todas y todos a comprender las necesidades de la geografía histórica, tradicional, material e inmaterial que nos son comunes y que son de nuestra propiedad.
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Imagen principal: Truchuelo