José Manuel Campos Carrión
Uno recuerda muy bien la primera vez que estuvo en Villacreces, porque involuntariamente coincidió con el primer viaje largo en coche que hice recién obtenido el carné de conducir.
Un destartalado Seat 127 de tercera mano iba a llevarnos a un compañero periodista novel y a mí por aquella aventura que se nos antojaba entonces como un trayecto en el Transiberiano.

La víspera estuvo dedicada a planear un viaje que, en aquellas cabezas, era iniciático a la manera de Huckleberry Finn por el Misisipi. La distancia apenas superaba los cien kilómetros desde nuestro pueblo, pero la longitud del trayecto en un viejo mapa y el precario medio de locomoción otorgaba a nuestra provincia una dimensión continental, casi australiana.
A tenor de tal distancia decidimos salir temprano en una calurosa noche de julio en la que apenas dormimos presas de la excitación. Creo recordar que atravesamos pueblos como Velilla, o Torrelobatón, o tal vez fuera Castromonte, y encontrarnos a esas horas de la madrugada con señoras que caminando en grupo ya empezaban a inicios de los 90 la lucha silenciosa y doméstica contra el colesterol. Aunque lo hacían a unas horas poco recomendables y por carreteras poco transitadas y conocidas, que hacían de su ejercicio aérobico una auténtica temeridad.
Recuerdo dejar de lado Medina de Rioseco, todavía con la noche cerrada, buscando la salida hacia Villalón de Campos. Rioseco siempre ha sido un ‘Finis Terrae’ que se asomaba a lo desconocido. Lo ignoto estaba dirección a Villalón.
No eran tiempos de GPS, pero la ayuda inestimable de un somnoliento copiloto que se orientaba con un viejo mapa de la Diputación de Valladolid nos llevó sin saber muy bien cómo hasta Villada.

Llegar a Villacreces no era fácil entonces. Situado en el extremo nororiental de la provincia de Valladolid, había que atravesar tierras de Palencia y posteriormente entrar de nuevo en Valladolid. Jeroglíficos administrativos sobre una tierra que, paradójicamente, si algo le sobraba eran líneas rectas. En Villada, aún de noche, se nos acabó el mapa de la Diputación.
La referencia que debíamos buscar era Pozuelos del Rey, y no quedaba otra opción que echar mano del frágil recuerdo del copiloto que anteriormente había estado por allí y dejar que el azar hiciese de las suyas.
De Pozuelos a Villacreces, aun siendo la misma carretera -en excelentes condiciones en aquellos tiempos, ya que la Diputación la construyó exnuovo cuando ya no quedaban habitantes- cambiábamos de tierra como si cambiásemos de país.
Recuerdo el sobresalto al llegar a Pozuelos y encontramos con un viejo indicador de los del MOPU que nos indicaba que Villacreces estaba a 4 km. Tras abandonar Palencia, entramos de nuevo a Valladolid y, tras una curva, apareció el perfil de Villacreces, coincidiendo con el clarear del día.
Por inercia, aparcamos el coche a los pies de la torre de la iglesia de San Cipriano, aunque más bien fue porque era la única estructura visible que a modo de faro nos guiaba hasta ella.

Con el día recién estrenado bajamos del coche, y debo reconocer que la sensación que recibí es de las que nunca se olvidan, como un tatuaje en la memoria.
Esperar encontrar en el escenario presente de un pueblo, con sus casas reconocidas, su espacio urbano más o menos intacto, la vida y el movimiento de sus gentes y solo verse rodeado por el zurear de las palomas y el canto vespertino de los pájaros madrugadores supuso un auténtico desasosiego y estupor que hoy, treinta y cinco años después, no se olvida.
Hasta aquí, la parte romántica de la odisea. La fascinación de los veinte años por la aventura dio paso a la perplejidad, a no dar crédito a lo que los ojos estaban viendo.
Villacreces, cuyo nombre hoy en día resulta tristemente irónico, fue en otros tiempos un pueblo próspero. Nació bajo la protección del monasterio de Sahagún en el siglo XI y pasó a ser señorío de la todopoderosa casa de los Enríquez en el XV.
Con el tiempo, llegó a tener 76 vecinos pecheros censados en1526 y más de 220 habitantes en 1887. A finales del siglo XIX, y principios del XX, contaba con unos 230 habitantes, aglutinando en torno a ellos un próspero escenario en el que no faltaban el ayuntamiento, escuela, un juzgado, una parroquia e incluso un pequeño hospital según recogió Pascual Madoz.

Era un pueblo agrícola, como todos los del entorno de Tierra de Campos, con cría de pichones como atestiguan las ruinas de varios palomares, y la ganadería fundamentalmente ovina.
Sus pastos siempre han sido codiciados en un paisaje en el que todo era precariedad y dureza. Pastores de Quintanilla traían a estos pastos sus ganados en el siglo XVI, produciéndose pleitos con otros pueblos por el uso de estos.
El suelo era fértil, irrigado por el cercano arroyo del Molar, y contaba con manantiales como los que nutrían una estupenda fuente rodeada de chopos a las afueras del pueblo, que todavía permanece, y numerosos pozos.
La producción de vino era muy importante, dedicándose al viñedo 24 hectáreas de las 1.200 del total de la tierra productiva, como refleja el catastro de 1956.
Contaba con unas 50 bodegas horadadas bajo las casas, que en el momento de nuestra visita, vencido el suelo por el tiempo, estaban al descubierto, lo que suponía un peligro para cualquiera que se asomase.
Como nos muestra el catastro del año 1956, se evidencia que por aquellas fechas todavía se cultivaba cereal, se criaban palomas y se prensaba vino.

La joya arquitectónica de Villacreces es lo que más se ve y, a estas alturas, casi lo único que se vislumbra. La torre de San Cipriano, potente torre de estilo mudéjar y planta cuadrada, comenzó a construirse en 1538 y se terminó en 1557.
Hoy está incluida en la lista roja del patrimonio español, y está dejada de la mano de aquel dios que veneraban a sus pies y de la mano de todos los que la miran. Protegida apenas por unas tablas que impedían la entrada, ha sido pasto del pillaje y del abandono. Saquearon incluso la pesada campana que albergaba.
La contundente verticalidad de su presencia contrasta con la horizontalidad del caserío que queda en pie y que poco a poco va asimilándose con la tierra. Tampoco se libro de la desaparición el cuerpo de la iglesia.
Fue demolida tras sufrir graves daños durante la Guerra Civil, y en la década de los años 50 los vecinos se unieron y recolectaron fondos para construir una nueva y modestísima iglesia, bajo la advocación de Nra Sra de la Asunción, y de la que se conservaba una espadaña de nueva fábrica.
Esta iglesia fue desmantelada en el año de 1989 y sus ladrillos y tejas sirvieron para arreglar la iglesia de Arenillas de Valderaduey, un pueblo vecino de la provincia de León.
El resto de la arquitectura de Villacreces apenas se puede describir. Tampoco hay mucho más. Aunque la evidencia de lo que queda nos indica que sí lo hubo. No hay narrativa descriptiva. Casas de tapial y de adobe que han ido derrumbándose de modo suicida hasta asimilarse a la tierra que las sustentaba.
En aquellos años todavía quedaban en pie algunas fachadas y las tapias en ladrillo de algún corral que ya no cercaban nada, si acaso la infinita llanura hasta donde llegaba la vista.
Llegamos a ver en el pausado y silencioso recorrido por el cadáver insepulto del pueblo, los enormes huecos de las paredes que dejaban a la vista la avergonzada intimidad de las casas, saqueados todos los recuerdos y esparcidos por los polvorientos suelos. Los saqueadores tenían la costumbre de arrastrar el orden de todo lo que violentaban y aparecían mezclados menajes de cocina con paños de ganchillo que adornaron alguna vez las humildes estancias, o boinas y ropas que alguna vez engalanaron los domingos de ramos y que yacían juntos con restos viejos calendarios o publicidad de aventadoras. Todo eso y más lo vimos.
A las afueras de lo que podríamos llamar de manera ilusoria casco urbano, sobre una suave colina, en el año 1961 el pueblo estrenó cementerio. Lo atestiguaban los restos del portalón de la entrada y la verja con la fecha de tan ceremoniosa efeméride en lo alto.
Para atestiguar que era el cementerio quedaba parte de la tapia. Traspasado el umbral, uno se encontraba con las losas de las tumbas partidas, las cruces derribadas y la vegetación adueñándose de todo. Uno se pregunta qué codiciosa sinrazón puede mover a saquear el descanso de los muertos. De unos muertos, que, a buen seguro, por la humildad de sus sepulturas, no se llevaron para su último viaje cosas más valiosas que las que tuvieron en vida. Alguien debió de pensar que eran tumbas de faraones egipcios y que se iban a encontrar con máscaras de oro y lapislázuli.
De vuelta hacia el coche, paramos en una explanada de lo que debió ser la plaza Mayor. Una montaña de escombros, apelmazados en adobe, nos mostraba lo que algún día fue el Ayuntamiento. Removiendo sin mucho esfuerzo pudimos recuperar algunos documentos que apenas sobrevivieron a la dureza del clima y del barro.
Uno de ellos fue la rectificación del censo electoral de 1934, publicado en el boletín de la dirección general del Instituto Geográfico, Catastral y de Estadística. Publicado en julio de ese año, dos años y 7 días antes del inicio de la guerra civil, nos muestra la lista definitiva de electores correspondiente a Villacreces. 71 personas con derecho a voto, hombres y mujeres, con su edad, su domicilio, su profesión y la acotación de si sabían leer o escribir.
Ante nosotros apareció una foto de familia de un pueblo que había desaparecido. Una foto de familia donde veíamos quién era quién, sus nombres, sus oficios, sus direcciones reales. Labradores y jornaleros eran la mayoría. Hombres como Pedro Agúndez López y Elías Gómez Docio, labradores que conformaban el motor económico del pueblo y oficios como el de Constantino Álvarez Guerra, que era el chófer.
Las mujeres, todas, figuran con la ocupación de Su Sexo. Ahí estaban Victorina Agúndez González, y Tomasa García Cela. También había oficios necesarios, como el secretario, Anastasio de Felipe Rivera, y el maestro, Teodosio García González.
También esos dos folios nos sirvieron para reconstruir la geografía urbana que, 60 años entonces en aquel viaje, y 91 años hoy, pisamos sin límite alguno, sin saber dónde comenzaba una calle o terminaba otra: plaza Mayor, calle Mayor, Empedrada, Villada, Barriohondo, Calle de la Iglesia y T. de la Costanilla. El callejero de Villacreces existió, y no era un mapa de ruinas y hierbas.
Como en una chistera de mago, nos iban apareciendo hojas amarillas. Algunas legibles, otras perdidas irremediablemente. Las que podíamos leer nos hablaban de la normalidad en la vida de las gentes. De cómo esa normalidad, extrañada hoy, era el hilo de una existencia que no se diferenciaba a la de otros lugares más poblados.
Llegaba hasta este pueblo publicidad interesada como la del doctor Simón Aranda de Valladolid, en 1924, presto en ofrecer sus servicios médicos, seguramente a ese pequeño hospital que tenía Villacreces.

Aparecieron también documentos anecdóticos, casi de apariencia banal, pero que daban el toque humano, y que para nada eran detalles menores de una vida dura y de cómo se organizaba. El ejemplo del censo canino de 1957, en el que aparecen anotados los perros del pueblo, con nombres, propietarios y demás señas.
Cada perro inscrito evoca un hogar, un corral, una infancia. No solo era una estadística veterinaria, era la huella de la cotidianeidad. Leyéndola, parecía escuchar todos esos perros ladrando al caer la tarde, animales que guardaban los rebaños de ovejas, la siempre compañía de las soledades de estas tierras que solo tienen horizonte y lejanía.
Este censo, quizá, supone el último registro vivo del pueblo en funcionamiento. Nos habla de casas abiertas, de niños jugando, de familias que todavía intentan resistir el éxodo rural. Cada nombre de perro es, en el fondo, una pieza más de la memoria afectiva.
La prosa seca de este censo, que recuerda tanto a los apegos que se tienen en la actualidad por los animales de compañía, es la máxima expresión de la vida cotidiana. Una vida que estaba hecha también de animales, de vínculos pequeños que sostienen lo grande y que no entendía de ruinas futuras.
Con estos censos se puede hacer el ejercicio de comprobar cómo permanecen algunos nombres y cómo faltan otros. En definitiva, fotogramas de vida, memoria afectiva de una comunidad.
Vicente Méndez Torbado, que en 1934 tenía 23 años, consideraba que no era buena idea esa de marcharse en busca de una vida mejor, aunque no tuviese agua corriente, y no cambiaba su pueblo por una misa en París, Madrid o Valladolid, y apoyando su parecer, aparece junto a su perra Gilda en el censo canino de 1957.

De igual manera que Vicente aguantaron el tirón Rogelio Espeso González, que con 84 años inscribe a su compañero Califa en el censo. Agapita Blanco, también hace lo propio con su podenca Niña, y Laureano Gago Fierro a sus tres perros Firme, Chula y Lola.
Aunque anecdótico, lo que sí nos muestra este censo canino, independientemente de su fin enfocado en los perros, es el progresivo envejecimiento de una población que en apenas 25 años ha ido decreciendo inexorablemente y anticipa el drástico cambio demográfico.
Anticipo de ese cambio demográfico, que iba goteando lenta, pero incesantemente como un regato, es el indicio que se recogía en otro documento rescatado de esa chistera, y que reflejaba el cese del maestro provisional de la escuela mixta en Villacreces, porque había solicitado un puesto de mayor estabilidad en una localidad terracampina que por entonces aglutinaba más de 700 almas, Bobadilla del Campo, dejando, no sabemos bien, sin maestro a la escuela de Villacreces.
De todos los papeles que pudimos rescatar en aquella mañana de julio de 1990 no solo estaban los meramente administrativos o publicitarios. Como sede del Juzgado de Paz, Villacreces también efectuaba labores de Registro Civil y se inscribían todos los matrimonios, nacimientos, defunciones que ocurrían en la localidad.
Del olvido rescatamos un acta de matrimonio, de abril de 1950 entre Santiago Bernardo Crespo y Encarnación Gago Mañueco, que se casaron en la iglesia de San Cipriano. Nos los volvemos a encontrar referenciados en el censo canino de 1957, por lo que es fácil deducir, que, aun siendo jóvenes, aguantaron la tentación de salir de Villacreces y permanecieron allí durante unos años. Resiliencia lo llaman hoy.
El papel dice que consienten en matrimonio. Lo firman con trazo torpe y tembloroso. Dicen sí en una iglesia que ya no existe. Y queda registrado un día, una hora, como tantos otros, que hoy están perdidos y olvidados.
Uno, tras aquel viaje, volvió apenas un par de veces más, llevando a los ojos incrédulos de amigos que salían sorprendidos de lo que vieron y que no se conformaban con escucharlo.

Fuimos testigos en esas contadas ocasiones del crujir de las vigas de madera, y del desplome de paredes y tejados. No vimos más vida que la de los pájaros y los conejos que deambulaban en un territorio conocido para ellos y del que formaban parte.
Rumores del viento atravesando las ruinas y la torre. Apenas había más. Y cuando la novedad cansó, dejamos de ir. De esto hace ya más de 20 años. Y si bien recuerdo la primera vez que estuve, no logro recordar la última.
Hace 30 años vimos un pueblo muerto, un cadáver sin enterrar. Pero Villacreces se estuvo muriendo todos los días desde entonces. Anteriormente, en el año 1981, Regina Méndez Torbado cerró la puerta de su casa y marchó junto a sus dos hermanos a Villada.
Estuvieron viviendo solos durante años en Villacreces, y las continuas escaramuzas de los expoliadores y la edad los animaron a marcharse definitivamente. Regina murió con cien años en el 2020.
Hubo algún intento de recuperar en parte Villacreces, como en el año 2018 la Asociación ASSADEGAM, que impulsó un proyecto para convertirlo en un centro de recuperación para personas con ansiedad y depresión. Debieron de pensar ‘¿qué mejor lugar para sanar que un pueblo sin ruido, sin tráfico, sin más urgencia que la del tiempo natural?’. Como todo lo de Villacreces, quedó en nada.

En 1972 y con 25 vecinos, Villacreces, como despoblado, pasó a depender del ayuntamiento de Santervás de Campos. En el año 2010, tras un incendio que acabó por incinerar el cadáver de Villacreces, el alcalde de Santervás remarcaba el negro futuro que ejemplarizaba Villacreces para todos los pueblos de alrededor, y animaba a quien correspondiera a hacer algo para evitarlo.
Por aquel entonces, Santervás y sus alrededores se postulaban como almacén permanente de residuos radiactivos.
Mirando las viejas fotos uno se pregunta, como se preguntaba entonces, de qué murió Villacreces, qué pasó para que la gente se fuera, abandonando lo que de siglos había sido suyo, su mundo, su vida. Villacreces, como tantos pueblos de la Tierra de Campos, murió del hambre que no saciaba el futuro, de las carreteras que no llegaban, o llegaban cuando ya no hacían falta, del agua corriente que nunca llegó.
El atractivo cruel de las ciudades que en una promesa vacía engatusaba con mejor vida en una fábrica, de un sueldo fijo, de un porvenir para los hijos que fuera distinto a la dura incertidumbre del secano.
Todos esos nombres, todas esas historias menudas, se perdieron, aunque todavía queda el testigo de todo ello transfigurado en una orgullosa torre de ladrillo que lo vio.
Dudo que hoy en día quede alguien que recuerde a Villacreces con la vida que tuvo. Seguramente a las terceras generaciones de los últimos habitantes les llegue un rumor sordo del pueblo que fue de sus bisabuelos. Y después de todo ese tiempo sin volver, uno tiene previsto ir de nuevo a Villacreces, ya sin épica, sin aventuras, para comprobar que la torre sigue ahí, mientras los adobes caídos se amontonan unos con otros y se amalgaman convirtiéndose en barro, transformándose en polvo.
En epoca de neologismos, de la tan traída y llevada España vaciada, como si fuera una realidad que se acaba de descubrir antes de ayer, ahora que todo está vacío, la torre impertérrita de Villacreces nos recuerda que de vacíos sabe mucho.

Y nada es nuevo, tal vez buscamos soluciones donde no las hay. Todo tal vez es más simple. En este minúsculo grano que es la historia de la humanidad, que desaparezcan los pueblos no es nuevo. Lo dramático es que no los recuerden quienes continúan.
Quedan, para finalizar, aquellas palabras de Julio Senador Gómez, que en su libro de 1915, ‘Castilla en escombros’, ya avisaba de lo que estaba ocurriendo en esta tierra. “Vosotros, politicastros de un régimen podrido, dejad los ditirambos al solar del Cid. Venid a ver lo que es este país por dentro… este abandono… esta incomunicación… esta hambre que son vergüenza de España. Sabed que este pueblo, hoy desquiciado y vencido, se pudre al sol como un cadáver insepulto”.
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Reportaje gráfico: José Manuel Campos


 
                                    
 
