Ricardo Ortega
A la lucha contra la despoblación le ha salido un aliado inesperado, o no tanto, procedente de Italia. La revolución Slow Food nació en Roma en 1986 ante el sacrilegio de que una cadena de comida rápida, de comida basura, abriera sus puertas junto a la escalinata de la piazza di Spagna.
Aunque solo fuera por el recuerdo de Audrey Hepburn y Gregory Peck descendiendo por aquellas escaleras en ‘Vacaciones en Roma’ (1953), había que hacer algo. Había que moverse frente a la estandarización hortera de la hostelería y, a la postre, del paisaje urbano.

El resultado fue el nacimiento de ese movimiento que en castellano significa ‘comida lenta’ y que se contrapone a las prisas de unos alimentos elaborados y consumidos a toda velocidad, ricos en azúcares y grasas saturadas, que no prestan atención a los productores, a los cocineros, al paisaje ni a la salud del propio cliente.
Así nació y así empezó a extenderse por el mundo la cultura Slow Food, cuya filosofía se basa en combinar placer y conocimiento. Opera en todos los continentes por la salvaguarda de las tradiciones gastronómicas locales, con sus productos y métodos de cultivo. Su símbolo es el caracol, emblema de la lentitud.
La misma cosmovisión es la que defienden desde hace décadas numerosos productores locales de Zamora y Salamanca, que recientemente han constituido la comunidad Slow Food Vía de la Plata.

Sus promotores defienden un concepto de la alimentación definido por tres principios íntimamente relacionados entre sí: bueno, limpio y justo. Bueno porque se producen alimentos saludables y de calidad. Limpio porque se cuida el medio ambiente. Justo porque se ofrecen precios accesibles para los consumidores y condiciones justas para los productores.
Una economía justa
En estos meses se ha generado una poderosa sinergia entre pequeños productores, restauradores y creadores, “que apuestan por los principios del movimiento Slow Food en defensa de una economía justa, solidaria, responsable y sostenible”. Lo defiende Rubén Bueno, de Villar de Gallimazo, en la comarca salmantina de Peñaranda. Desde el principio se identificó con un sello “que identifica los productos locales, de cercanía, obtenidos mediante buenas prácticas”.
Rubén produce fresa, arándano y tomate. Está presente en algunas de las principales cadenas de alimentación nacionales con un producto amparado por Tierra de Sabor y por diferentes certificados de calidad. “El sello de Slow Food nos da un plus, aunque la principal razón para integrarnos ha sido echar una mano, participar en algo con otros productores de la zona”, subraya.

Con iniciativas como esta, con la llegada de nuevas compañías, “conseguiríamos frenar la despoblación”, destaca este productor “cansado de escuchar tantos discursos contra el abandono del medio rural pero sin que se haga nada, con una Administración que solo sabe poner pegas y que acaba frenando la implantación de empresas”.
“La mejor política de desarrollo rural es agilizar el funcionamiento de las administraciones, que nos hablan mucho de las subvenciones que conceden, pero con un emprendedor tiene que adelantar el dinero, justificar cada céntimo… y ya veremos si le conceden la ayuda. Eso no es apoyar el emprendimiento”, lamenta este agricultor que, pese a todo, nunca abandona la sonrisa.
De Salamanca al Piamonte
Entre los promotores de la iniciativa se encuentran Mónica Domínguez y Roberto Morato, que en 2022 pusieron en marcha la compañía Sorillo Miel Artesanal. Su actividad se desarrolla a caballo entre Peromingo (en la sierra de Béjar) y Los Santos, dentro de la zona de Entresierras.
Roberto apunta que se familiarizaron con el movimiento Slow Food en 2023, al acudir a la feria ‘Cheese’ en la ciudad de Bra, en la región italiana del Piamonte. “Junto a otros compañeros productores y profesionales de Salamanca y Zamora decidimos crear la comunidad Slow Food Vía de La Plata, con el objetivo de marcar la diferencia de nuestros productos 100% naturales”, recuerda.
Se trata de una comunidad “que nos define muy bien” porque los impulsores “hemos sido gente joven, emprendedora, amante del mundo rural y defensora de los productos 100% naturales”. “Con esta comunidad amparamos los productos de Salamanca y Zamora, aportándoles un valor añadido y una garantía”, recalca.

Mónica y Roberto practican una apicultura trashumante de la que obtienen miel 100% natural. La comercializan en su página web y en puntos gourmet. “Apostamos por una venta directa al consumidor, por un producto de kilómetro cero, de cercanía, de nuestra tierra”, destacan.
La suya es una fórmula para trasladar el paisaje al plato. Como con su miel de encina, exclusiva de la dehesa salmantina, y con productos de alta gama como miel con trufa o miel con pistachos, elaboradas en colaboración con pequeños emprendedores locales.
También apuestan por la ganadería de vacuno extensivo, cuya carne se comercializa mediante una venta directa, muy cercana al consumidor. Realizan un pastoreo rotacional, donde aprovechan al máximo los recursos del valle y la dehesa para conseguir la mejor alimentación de los animales.
Su actividad incluye la montanera del cerdo ibérico, que realizan en colaboración con otro productor de la comarca “para poder aprovechar al máximo los recursos de la dehesa”.
Es un modo de vida y un concepto de negocio que incluye la formación agraria. Este año reciben en su explotación a un estudiante de Madrid en prácticas durante los meses de marzo-junio y a dos personas del Programa Cultiva del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación. Al mismo tiempo están dando los primeros pasos en un proyecto de colaboración con un instituto de Salamanca para ofrecer formación a su alumnado.
¿Qué es el turismo lento?
Se da la paradoja de que el movimiento Slow Food nació en Roma, precisamente una ciudad que ha sucumbido ante el turismo masivo que arrambla con el comercio tradicional y con la vivienda. Que expulsa al vecino tradicional del centro histórico o de barrios como el Trastevere.
Por este tipo de fenómenos ha surgido, inspirado en el mismo movimiento, el denominado ‘turismo lento’, aquel que anima a desplazarse a pie siempre que sea posible, a disfrutar de los productos locales, a mezclarse con los vecinos y a no comportarse como seres llegados de otro planeta.
Mónica y Roberto fomentan el ecoturismo a través de las Experiencias Sorillo, gracias las cuales más de 200 personas al año pueden disfrutar de ser apicultor y ganadero por un día. “Nuestro objetivo siempre ha sido enseñar todo el trabajo que hay detrás de cada uno de nuestros productos, y qué mejor manera que vivir de primera mano su proceso desde el campo”, apunta Roberto.
Por eso el visitante se introduce en un colmenar vestido con el auténtico traje de apicultor, da de comer con la mano a las vacas y participa en catas de diferentes mieles y de otros productos locales en plena naturaleza del valle salmantino de Sangusín, con vistas a la Sierra. ¿Habrá quien siga prefiriendo comer en un Burger King?