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‘El auto de los Reyes Magos’

Una nueva entrega de los relatos de Fray Botarate de Pepe Torices

José González Torices

Hubo, allá por los entonces, un profesor de instituto que impartía la asignatura de Lengua y Literatura castellana. Un verdadero experto en teatro medieval, como era la Adoración de los Reyes Magos (siglo XII). Se llamaba, a todo nombre, Ateneo Murga Villarino. Esta persona era un portento de saber humano. Hombre muy despierto, riguroso y serio. Este habitaba un cuerpo gimnástico, unos ojos de biblioteca incunable y un corazón inquieto, sangre en eterna ebullición. Un ser de libro torturado por las palabras revoltosas que burbujeaban en su cacumen libre y rebelde; un filósofo del sabio sentido común, tan escaso en estos trastornados tiempos en barbechos.

Era de los que pensaba, como el venerable budista Shih Cheng Yen, que “En la vida, todas las preocupaciones derivan de tres fuentes venenosas, a saber: la codicia, la malicia y la ignorancia”. Y, como su admirado Miguel de Unamuno para combatir la ignorancia entre sus desapacibles alumnos, tenía siempre presente aquella sentencia: “Sólo el que sabe es libre y más libre el que más sabe. No proclaméis la libertad de volar, sino dar alas”.

Cuando estaba a solas, dentro de sus elucubraciones, pensares y silencios, el profesor Murga Villarino se desahogaba con Kasuku, un loro yaco de cola roja que un misionero le trajera de África.

Y se lamentaba desilusionado:

-¡Ay, la ignorancia! ¡La inepcia es la que más escuece en épocas de políticas populistas, verduleras e infantiloides, sin primeras letras de pupitre en los sesos, Kasuku! ¡Ay! Si dejas hablar a la insensatez del babieca, a los tozudos políticos berzas, sus besucones gritos y carachuscos te dejan en ridículo. No merece la pena despreciar una tilde de tu saliva para convencer al obtuso lelo, todo cardo borriquero. Concluyendo: “Quod natura non dat, Salmantica non praestat”.

El loro churrullero respondía en lengua suahili:

-Ndiyo (Sí, sí).

Porque le sudaba la rabia al profesor Ateneo cuando -aquella tarde de ventisca y nieve, mes de diciembre- un tal Timoteo de la Cabeza Zumbada, padre de la descarada, activista, díscola, revoltosa y agitadora estudiantil María Martinica, le vino a protestar:

-Soy el padre de Martinica, por si no lo sabe; a la que llamamos Lucifer, desde ahora.

-Sí, lo sé, de María –afirmó el profesor.

-No, ahora es Lucifer; el nombre que los anarquistas ponían a sus hijas. María es una marca de raza cristiana y mi hija es ácrata, como yo.

-¿Usted cómo se llama, pues? –preguntó Ateneo con sorna.

-¿Yo? Pues como mi padre, Timoteo. Todo dispuesto para servir a Dios y a usted.

-¿También a Dios? Qué raro.

-No, no, que soy ateo. Me equivoqué –insistía el hombre-. Al divino señor Dios ni regalarle pan de muerto, ni un vaso de agua bendecida en la fuente de la Virgen de Lourdes, allá por Francia.

-Tiene su gracia –y le preguntó con la sonrisa burlona en los ojos-. ¿Sabe lo que significa Timoteo?

-Sí, claro: Timoteo. Teo, teo, teo, pues ateo –concluyó.

El profesor le explicó:

-Timoteo designa “aquel que siente amor o adoración a Dios”.

Replicó Timoteo:

-Coño con tachuela, pues me borro el nombre. Desde hoy me bautizaré Karl Marx, como el comunista que escribió una novela de piratas titulada El Capital, que pienso ojearla cuando tenga ganas.

-No me venga con murgas y mandangas. Vaya al grano. ¿Qué es lo que quiere? ¿A qué ha venido, señor Timoteo?

-No; Timoteo, no: Karl Marx.

-Eso, Marx Karl (mascar) la ignorancia.

-Bien le digo que soy ateo de profesión desde hace dos escasos ratos, don Ateneo; desde la misma hora que me afilié a la extrema izquierda, en contra del pensar enfurruñado de Rosario Fátima, mi esposa, mujer mojigata y santera. Y lo hice, puesto que me divertía emborracharme con cazos de cerveza y jalar, gratis total, bocadillos de jamón y calamares; rociando mi garganta con cava catalana. La organización, a cambio, me exigía que fuera ateo, que voceara en las manifestaciones contra el capitalismo, que rociara con gasolina la bandera nacional de nuestra España y prendiera fuego la foto del Rey Felipe.Y que voceara, hasta sacar las bilis, en catalán: “¡Amnistia!”, “¡Catalunya Lliure!” y ¡Visqui la Mare de Déu de Montserrat!”. También podía romper, a pedradas, alguna farola, quebrar los cristales de los escaparates comerciales y Bancos, amén de quemar contenedores de la basura. Si la policía me golpeaba en un ojo, los desperfectos por la herida corrían de mi cuenta. Por estos trabajos callejeros, el Comité Ateo me premiaba con el puesto de peina-burros en la feria-mitin-ganadera, a celebrar en honor del proletariado en la nación rusa de Lenin y Stalin, dos crueles revolucionarios.

Para ello, tenía que disfrazarme de harapiento y vagabundo. Todo postizo. Yo, feliz. Me encanta el carnaval.

El profesor Murga Villarino, ya harto de oír tantas majaderías, le espetó:

Ya que anda por Cataluña, exija que nos devuelvan los tres sarcófagos que nos usurparon del Monasterio cisterciense de Santa María de Matallana, en Villalba de los Alcores, y ahora están expuestos en el Museo Nacional de Arte de Cataluña.

¿Qué es un sarcófago? – preguntó el rústico e ignaro Timoteo.

Le respondió desganado:

-Una antigua urna de piedra que contiene el cadáver de una persona; generalmente de un rey o una reina.

-¡A mí qué me importa si soy ateo!

El profesor le preguntó:

-¿Se confiesa ateo y grita “¡Visqui la Mare de Déu de Montserrat!?”. No me venga con mandangas, hombre.

-Bueno…, yo me acomodo a todo.

-¡Vaya zoquete mudacamisas!

El nuevo tal Karl Marx volvió a la carga:

-Soy ateo, que es la modernidad: revolucionario, ácrata y republicano como cualquier joven de hoy en día. Hasta okupa, que es lo que se lleva; como antes se presumía de ser hippie o jipi, movimiento contracultural, libertario y pacifista. Lo que nadie fue de mi familia, que todos eran del Valle de los Caídos. ¿Me entiende?

Ateneo Murga Villarino, sosteniendo un texto de Gonzalo de Berceo, los Milagros de Nuestra Señora, le respondió con voz reticente:

-¿A mí qué me importa que usted sea ateo? Como si quiere bailar la Raspa o el perreo mejicano con un cocodrilo miope. ¿A mí qué me cuenta, señor? No me haga perder tiempo, por favor.

Karl Marx dijo:

-Déjeme hablar, don maestro.

-No, yo soy un profesor –le corrigió el enseñante-. Maestro es otra cosa.

-Lo que usted me diga. Pero, ¿en qué se diferencia, pues, un maestro de un profesor? -preguntó Timoteo-. Le escuchan mis oídos.

-Verá, muy sencillo: Un maestro educa a niños pequeños; un profesor, o profesora, imparte materias específicas y formativas a los alumnos mayores. Yo soy profesor de Lengua y Literatura

castellana.

Cabeza Zumbada le interpeló:

-O sea que… ¿usted no educa en clase? ¿Qué es educar, si se puede saber?

El instructor le respondió con aquella frase de B.F. Skinner:

-“La educación es lo que sobrevive cuando lo aprendido ha sido olvidado”. “Sólo los educados son libres”, dijo Epíteto.

-¿Yo he educado bien a mi hija Lucifer? ¡Qué sé yo!

Ateneo sentenció:

-El futuro lo sabrá, amigo.

-¿Hay futuro para los jóvenes?

-No lo sé, señor. Porque su hija dejará de ser su hija.

-¿Qué quiere decir? ¿Qué me engañó mi mujer con un rufián cuando yo andaba vendiendo tripas de cerdos para los embutidos? No lo pesco.

El profesor:

-Ya lo afirmó su camarada, la exministra Isabel Celaá: “Los hijos no pertenecen a los padres, sino al Estado”. Si el Estado es anticlerical o cosas así, capaz será de borrar, su incultura, de los libros de texto escolar, todo lo que les huela a cristiano: el texto de La adoración de los Reyes Magos; la pintura de La Navidad, de Fra Angélico; El Nacimiento de Jesús, de Giotto Di Bondone; La adoración de los Magos, de Leonardo Da Vinci; o La adoración de los pastores, de Giorgione. Hasta sea capaz el Gobierno de quemar la Biblia, el Corán y los libros budistas, con obligación de aprender de memoria en las escuelas el Libro Rojo, de Mao Zedong. ¡Qué sé yo!

Respondió el iletrado:

-A mí, ¡cata-plin!; yo soy ateo.

Añadió el enseñante:

-De igual modo, pueden tachar de los estudios los poemas religiosos de Federico García Lorca (“Virgen con miriñaque”, saeta); Miguel Hernández (“¡Oh, elegida por Dios antes de nada!”); o, de Rafael Alberti, sus sonetos a la Virgen del Carmen.

-A mí me da igual, yo soy ateo.

El profesor le dijo, parafraseando a W. Shakespeare:

-“Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras”. ¿Lo has entendido?

-A mí, ¡cata-plin! Yo soy ateo y no conozco a esos señores; nunca cené con ellos ni los vi en las manifestaciones.

Y dijo Ateneo:

-También pueden prohibir la venta de figuritas del belén y disfraces de pastorcillos con sus instrumentos musicales.

El aquello protestó:

-Ni hablar, no. Mi hermano Jesús María regenta una tienda de Navidad y, si se la mandan cerrar, adiós negocio.

-Pues suspender las luces que iluminan las calles.

-Tampoco. Mi cuñado Cristiano es electricista y, gracias a estas fiestas, hasta puede comprarse un camión.

-¿Entonces? Pues vedar el canto de villancicos.

-Soy ateo, pero a mí me encanta entonarlos.

-Y suprimir las representaciones navideñas en las escuelas.

-Soy ateo, pero no.

Así quedó la cosa, en suspense.

El profesor masticó sus palabras, pensó y espantó a una moscarda cojonera que se había posado en el vértice de su nariz. Luego de estornudar, preguntó, molesto, a Timoteo:

-¿A qué viene usted a verme sin cita previa?

-Pues a decirle que soy ateo, por lo que luego le contaré.

-Y dale con que no es creyente. ¿Qué diablos me importa, señor, de que sea agnóstico? Hala –le dijo molesto- váyase a sembrar elefantes en las arenas del desierto de Kalahari y cuídese. Tengo muchos exámenes para corregir y no puedo perder el tiempo oyendo tantas bobadas. Y aquí, en este montón que llevo en la carpeta –señaló don Ateneo- está el de su hija María Martinica o Lucifer, como sea, ya revisado. Todo formulario en blanco, mire, mire, sin responder a las preguntas. En blanco, digo. Miento, sólo su nombre arriba y el folio emborronado con jazmín de labios. ¡Qué desfachatez!

-Ya, ya –asentía Cabeza Zumbada-. Ya lo ve mi vista.

Prosiguió el profesor:

Y más enfado, aún, cuando la chavala dibujó un coche SEAT 600 descapotable con los tres Reyes Magos de Oriente y escribió en la chapa del vehículo: “¡Fuera el Auto de los Reyes Magos!”. No sé lo que pretendía decir con eso. ¿Quizá sea antimonárquica? ¡Qué sé yo! Claro está que la tendré que suspender y repetirá curso académico. Estudia poco, se ausenta de mis clases y anda de picos pardos con un joven drogadicto. Porque yo digo: “El que se niega a aprender en su juventud, se pierde en el pasado y está muerto para el futuro”, que dijo Eurípides. El tal mozalbete, anarquista que dicen, sustrajo de mi casillero el libro de Literatura. ¿Qué hizo con él?: Quemarlo junto a la estatua de Miguel de Cervantes, en medio del parque, sobre el libro de El Quijote que sostenía en las manos. A El Manco le profesa verdadera tirria, pues le suspendí por no saber nada del autor y sus obras del héroe de Lepanto, “católico y fiel cristiano”. Antes, había arrancado la página dedicada al Auto de los Reyes Magos, se mofaba de las ilustraciones y, luego, con su papel, liaba un porro con marihuana dentro y no dejaba, su chulería, de vapear. Con él estaba su hija Lucifer, según me dijeron, participando de la fiesta y del canuto narcótico. Era la que llevaba una camiseta estampada con la foto de Che Guevara.

-Sí, me lo creo. Ella es así, contestataria y libertina.

Añadió don Ateneo:

-Pronto llegó la policía. Les cogió a los dos con las manos en la masa por alteración del orden, desobediencia a la autoridad, consumo de drogas, y les condujo a la comisaría. Ambos parecían sauces llorones, bebés huérfanos y jóvenes inmaduros. Así y todo, iban gritando: “¡Policía opresora!”.

Karl Marx de la Cabeza Zumbada, alzando las manos en forma de puño, explotaron sus pulmones:

-Tendré que avisar a las Juventudes Ateas para que se manifiesten ante la Estación de Policía. Allí exigirán la inmediata liberación de dos jóvenes inocentes; dos seres a los que se les niega la libertad de expresión, coño.

El profesor le tranquilizó:

-No se enoje, señor. Los dos son buenos tunantes. La vagancia de su Lucifer no estudia textos religiosos por que alega que “va contra la libertad de su conciencia”.

-Sí, la libertad de su conciencia.

-Eso es. ¿Qué tendrá que ver la “libertad de conciencia” con el conocimiento de valor literario de las obras de arte de los escritores que relatan historias del ser humano? Nada. Dice Lucifer que son unos carcundas, comecocos y fachas. Por eso, no los estudia. No quiere oír hablar de La Celestina, del Lazarillo de Tormes, de Lope de Vega, de La Vida es sueño, de Calderón; del propio Don Quijote de la Mancha, por no entender su lenguaje; de la obra de José Zorrilla, Don Juan Tenorio; de Luces de Bohemia, de Valle-Inclán; o del propio Miguel Delibes, por no captar su vocabulario rural. Que ella prefiere las letras del músico Bob Dylan, premio Nobel de Literatura 2016.

-¡Qué cosas, don Ateneo! – exclamó-. Carga con la misma sangre que yo: leer nada porque las letras son púas que nos pinchan los ojos. Por eso mejor vivir el ateísmo. No te obliga a pensar demasiado. Siempre dices no y se acabó la juerga.

-Lo veo, adivino. Ahora entiendo por qué su hija odia tanto el Auto de los Reyes Magos.

-Pues sí.

-¿Va a suspenderla el examen? A eso he venido Si la suspende, no podrá viajar a Cuba para convivir con el comunismo de verdad. Aquello debe ser un paraíso: comen hasta engordar, bailan hasta caerse muertos y, hartos de vivir en aquella Tierra de Jauja, ya aburridos, comienzan su camino a EEUU a través de Nicaragua para conocer la pobreza, el hambre y la miseria de verdad.

-Lo siento. Tengo que irme. Si su hija estudiara más…

-Yo también lo lamento. Se lo diré a Lucifer; bueno, a María Martinica.

Ateneo Murga Villarino se fue. Al final se había librado de aquel pelmazo, un ateo de muchitanga, que dicen en Puerto Rico. Ya en la calle, iba rumiando el profesor aquella frase del monje budista Cheng Yen, que dice: “El ateísmo es preferible a la superstición y que la fe debe ser guiada por la sabiduría”.

Llovía frío en la calle. Allá en el fondo, saltaban los villancicos de las alegres bocas de los niños y las niñas vestidos de pastorcillos, ojos de luz ilusionada. Un Santa Claus, el Noel, Viejecito Pascuero, repartía chuches en la puerta de un supermercado. Al divisar Timoteo de la Cabeza Zumbada, le gritó:

-Hola, me cago en tal, amigo Timoteo. ¿Ejerces de ateo todavía? Por lo que me han dicho los renos navideños, ahora te dices llamar Karl Marx, como el marxista que quiso cambiar el rodar del mundo y ya ves. Como si el mundo fuera tonto. Cuando ronca el agua del mar, la Tierra tirita.

-Sí, Karl Marx. ¿Te importa, Jonás? Peor tú, que eres un antisistema y blasfemo de todo lo divino. Y ahora te disfrazas de Papá Noel. ¡Qué vergüenza!

Jonás le respondió:

-Tienes razón, pero de algo tengo que vivir. Dentro de unos días, con dos de mis hermanos okupas y agitadores de calle al servicio del grupo que más te pague, tanto si es taurino como si es antitaurino, haré de Baltasar, de rey mago en la Cabalgata de Reyes. Ya ves, Timoteo.

-Lo siento, Jonás. A qué niveles ha caído el manso proletario. Pienso que la religión del ateísmo la llevamos algunos sobre la piel de la palabra en grito, acentos que acarrea el aire hacia lo desconocido; pero no renunciamos a la doctrina del pan de los muertos que sembramos en el estómago, la catedral del ser humano. Por ese pan, luchamos. Si te profesas ateo, te quedas sin hogaza – luego añadió-: Cuando nuestra vida se zarandea, está en agonía, invocamos a todo trote a los catorce santos auxiliadores por si las moscas. Porque, dijo uno, “nuestros pensamientos y acciones crean nuestro destino en el cielo o en el infierno”.

-Tienes razón que un santo, Karl Marx. ¿Qué puedo decirte, leñes?

-Mejor callar.

Jonás le recordó delante de las miradas de un grupo de niños:

-Ya sabes que dentro de seis días, el 24 de diciembre, revivimos la tradicional “Pastorada navideña”, en medio de la Misa del Gallo. Un ángel anuncia el nacimiento de Jesús y los pastores entregan una cordera como regalo. Y todos cantan, como sabes bien, antes de los villancicos: “Yo te ofrezco, mi Niño, tres avellanas por ser las tres potencias que tiene el alma”.

-¿Cuáles son las tres potencias del alma, Jonás? Yo, como soy ateo…

-La memoria, el entendimiento y la voluntad, según san Agustín, que las aprendí cuando fui un seminarista fracasado.

-Ya, Jonás, pero… ¿qué tiene que ver conmigo todo eso?

-Muy sencillo. Don Anastasio, el sacerdote, busca a alguien como tú, barbudo y demás, como el abuelo de Heide, que represente el oficio de pregonero del belén para anunciar la llegada de José y María, de los pastores y Reyes Magos. ¿Lo entiendes?

-Ya me gustaría, pero yo… un ateo… ¿Tengo que hablar mucho?

-Poca cosa, hombre.

-¿Qué cosa, Jonás, además de chiflar la trompetilla?

-Atiende:

“Venid, venid pastores; venid aquí, llegad;  digamos al ministro:  vamos a celebrar  el misterio divino  de la Navidad  de Cristo redentor  de la Humanidad”.

Y fue entonces, cuando las lágrimas de Timoteo no cesaban de llorar. No sabía el porqué, pero gemía su corazón. Pensaba en su hija María, retenida en la comisaría, y en su profesión de ateo; ahora, cristiano-ateo. Hablaría con la policía. Les pediría disculpas por los desvanes de su niña y del otro joven; dos “cabezaslocas”. Quizá les convencería para que vinieran con él a representar el Auto de los Reyes Magos. Ella representaría a la Virgen; el ácrata, a san José.

Jonás le preguntó:

-¿Estás decidido, Timoteo?

-Creo que sí, muy feliz -respondió Timoteo de la Cabeza Zumbada.

Así quedó la cosa. Incluso el propio Jonás y sus hermanos se disfrazarían de Reyes Magos. Como uno de ellos, Francisco, era el presidente de Asociación Animalista Liberal, puso una condición: la de sustituir a los camellos por animales de cartón-piedra. Se aceptó. Lo mismo que reemplazar al asno sayagués y a la vaca avileña por tallas gigantes, diseñados con alpacas de alfalfa, más ecológicos que en carne bruta. También se aceptó.

Y aquella “Borrega” tuvo el éxito que tanto le había emocionado a Timoteo. Lo que nadie podía imaginar, era, que el bebé del pesebre viviente, de piel africana, fuera un recién nacido en una patera.

Lo que no sabía Timoteo que el profesor Ateneo Murga Villarino era el director artístico de aquel espectáculo tradicional, popular, literario y que formaba parte, como bien común, del Patrimonio Cultural de la región, al que se debía cuidar, propagar y conocer; defender al margen de las creencias religiosas, pues era una de nuestras señas de identidad. Lo mismo que lo era el Auto de los Reyes Magos.

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