spot_img
spot_img

‘Los redobles del botillo’

Una nueva entrega de los relatos de Fray Botarate

José González Torices

Escalada la tarde del diecisiete de enero, día justo de San Antonio Abad, denominado El Floreciente, patrono, como es sabido, de los porcinos de San Antón, dimos cristiana sepultura a la anciana Dionisia Lorenza, conocida en el pueblo de Quintasierra como La Botillera. Era un día de niebla cerrada, enlutada, y nosotros dentro de las lágrimas y el pesar.

El que más sintió la pérdida fue Diodemos Gangas, el Huido, pues gimoteaba a llanto descampado, sin consuelo. No en vano al tal Gangas, durante todo el tiempo que permaneció escondido como “topo”, después de la Guerra Civil, allá por una aldea perdida del Bierzo, nunca le faltó en el estómago el botillo con patatas frescas que Dionisia Lorenza le hacía llegar con disimulo. Cuando descubrieron las fuerzas franquistas a Diodemos Gangas, lo condenaron a cárcel, que a muerte no se atrevieron.

Pasados algunos años, lo liberaron por una enfermedad de tos que no le dejaba respirar, después de confesar públicamente el pecado de haber luchado por la libertad y contra Franco, propagando El Guerrillero, editado en Santalla del Bierzo del que había sido Diodemos redactor.

Asimismo, reconoció haber simpatizado con los guerrilleros Manuel Girón, el anarquista Marcelino de la Parra y Ramón Rodríguez Varela. Por aquel entonces, intervino en su defensa Dionisia Lorenza, que aprovechó el momento aquel cuando un general de los Altos Ejércitos designado Teófilo Dosaguas vino hasta su comedor, “La cazuela de siempre”, para cebar más y más de lo que estaba su panzudo cuerpo.

Dionisia Lorenzo, después de rellenar su tripa el militar con el botillo, ya al bordillo del aguardiente, le suplicó mimosa:

–  Suelten de la prisión a Diodemos Gangas. Es un pobrecillo perturbado. Está majareta, es un demente. Todo lo que les dijo es falso. Sí, era amigo de los revolucionarios, los conocía de largo, no más. Pero es un mermado mental. Se escondió en un zulo por miedo a que lo matasen, como a un primo suyo, El Feto. Ese sí que era antifranquista. Le ruego, mi general Teófilo Dosaguas que lo liberen. Sobre todo ahora que sufre la tos que no le deja vivir. Si así lo hace, no le faltarán ni usted ni a su familia todos los botillos que yo cocine.

El general juró delante de otros generales que así lo haría. Y a las pocas semanas apareció en el pueblo Diodemos Gangas. Lo primero que hizo al salir de la trena fue el ir trotando a dar las gracias a La Botillera, a la que consideraba ya su segunda madre. De ahí su dolor incontenible ante la pérdida de su benefactora. Que, como ya digo, ante la tumba de la mujer fue el que más lloró. Pero de otros hechos parecidos parlaremos más tarde.

Como bien dice mi palabra, nadie faltó al enterramiento para homenajear a aquella mujer tan valiente. Banderas republicanas y nacionales, conjuntamente, ondeaban los espacios del camposanto con fervor patrio; que La Botillera fue el refugio de todos sin distinción. Porque, en el decir de muchos labios, la caridad no tiene fronteras ni ideologías, y ella era todo bondad evangélica. Eso mismo vino a pregonar el sermón de don Feliciano Santapetra, el cura, en el responso:

–  “Que Dios la tenga en su gloria y en sus paraísos la designe Botillera Mayor para alimentar a todos los que andan por allí, tanto en el cielo como entre las llamas. Que el botillo leonés es eso: cielo y cocido en llamas. Amén.

Y todos aplaudieron a rabiar. El que más palmoteó con ahínco fue un sargento de la Guardia Civil llamado Hortensio Silas, del que hablaremos después, y todas las miradas de los allí presentes se fijaban en su persona rústica.  Unos repetían por lo bajines:

–  ¡Coño, coño, coño con el guardia!

Muchos carniceros, también llegados del otro lado de la provincia, quisieron estar presentes para dar el último hasta luego a aquella mujer de genio firme y mejor hacedora del botillo leonés; que ninguno como ella superó la exquisitez de dicho manjar.

Supo combinar a la perfección divina los ingredientes cárnicos de tal manera que pocos estómagos se resistían a regresar con gula a su afamada cocina “La cazuela de siempre”, tan tradicional. Alrededor de su mesa, con hule español, abrieron el apetito reyes y mendigos, mercaderes y militares, huidos, maquis, topos y arzobispos (que uno de iglesia dijera: “Comamos poco botillo, pero que lo poco sea muy abundante).

Aquellos empujones de costilla, rabo de cerdo, carrillera, paleta y espinazo con sal, pimentón y ajo convertían a los paladares más exigentes en un himno a la gastronomía. Que el nombre de Dionisia Lorenza saltaba de diente en boca, ensalzando aquel guiso berciano que acunaban las manos prodigiosas de la cocinera Lorenza.

Si alguien se pregunta ahora qué tenían de especial aquellos botillos de Dionisia Lorenza, los poetas más cursis jurarían con voz ahuecada que estaban adobados con besos y cariño. Puede ser. Lo que sí sé que compraba siete lechones porcinos, ellos sayagueses, oscuros de piel y ojos muy listos, a los tratantes del pueblo de Palazuelo de Vedija.

Uno de estos animales lo cuidaba de modo especial, pues, como ya era su costumbre dadivosa, regalaba sus carnes en botillos a las familias más pobres de la aldea. Este cerdillo acompañaba siempre la imagen de San Antonio Abad en la procesión antes de ser sacrificado. A los seis cochinos restantes, los alimentaba con la mejor cebada que espigaba en verano, y con pienso bien purificado.

Que a los animales los trataba como si fueran hijos suyos y, llegando la fiesta de San Antón, con agua bendita rociaba las pocilgas, colgando en las paredes ramos de olivos bendecidos por don Feliciano Santapetra, el sacerdote. Llegada la matanza por San Martín, procuraba que murieran los cochos casi sin dolor. Una vez desangrados, a la mujer se le iban las lágrimas en besos y caricias, nombrando a cada uno por su nombre que ella los pusiera al comprarlos. Y exclamaba con alfileres en el alma:

–  ¡Pobrecillos! Amén –y se santiguaba siete veces.

Cuando el tío Juan Zapico el Matarife desguazaba a los gorrinos, los deshuesaba, ante la mirada atenta de Dionisia Lorenza, ésta le advertía con voz maternal:

–  Juan Zapico, saca con cuidado los sesos, sin estropicio. Los sesos son para dárselos a los niños. Los niños y las niñas que los coman, jamás serán unos mentirosos. Eso digo. Por eso que los políticos jamás han probado estas exquisiteces.

Y éramos los niños los primeros en saborear aquel manjar. De ahí que todo lo que cuento aquí sea verdad, a no ser que… me falle la memoria. Yo no tengo la culpa. Cuando ella nos regalaba los sesos y la vejiga para la zambomba de Navidad, nos repetía revolviéndonos los pelos de la cabeza:

–  Cuando se mata el marrano y se muere la abuela, no se va a la escuela.

Y los chiquillos tan contentos.

Si a alguien le chiflaba más el botillo de Dionisia Lorenza era a Hortensio Silas, sargento de la Guardia Civil, el mismo que no cesaba de aplaudir ante en féretro en el camposanto. Le volvía loco y no podía pasar sin él dos veces por semana. Reprochaba Hortensio Silas a su esposa Micaela Lunas que no supiera cocinar el botillo como lo hacía Dionisia; que su buena voluntad poco servía para ofrecerle un plato sabroso. A lo que la mujer le soltaba malhumorada:

–  Pues vete a vivir con ella y que tu glotón estómago deje de ladrar de esa manera. Lo que yo pienso, y no estoy celosa, que andas en amores con ella, algo que nadie sabe y todos sospechan, golfo.

Así quedó la cosa.

Ya finiquitado el funeral, un grupo de socialistas, cenetistas, anarquistas, ugetistas, comunistas llegados de los montes de Ferradillo, Montes Aquilanos, intentaron entonar el himno comunista puño en alto y rostro firme:

“¡Arriba, parias de la Tierra./ En pie, famélica legión!/

Atruena la razón en marcha,/ Es el fin de la opresión”. A medio camino del canto, frenó la marcha el viejo Atilano Seras, comunista de pies a cigüeña, para decir:

–  Quietas las voces. No es el momento de alterar el sueño natural y eterno de Dionisia Lorenza, La Botillera. No lo es. Que descanse en paz su espíritu, siempre tan lozano y generoso. Ella, como sabemos, subía del pueblo de Quintasierra con el hato cargado de botillos. Escalaba los montes de Ferradillo, al lado de Ponferrada, para alimentar nuestros cuerpos maquis, huidos, revolucionarios. Lo hacía pegada a la sombra, con valor, sin temor a los guardias. Mi pregunta os pregunta, camaradas: ¿Qué comíamos en las Agrupaciones Guerrilleras de León, allá en la falda del monte? ¿Qué? Decidlo, ¿qué? Lo diré yo: el botillo que nos regalaba Dionisia Lorenza. Eso es, el botillo. Y no lo hacía, barrunto ahora, porque fuera de nuestro bando, que motivos tenía para serlo cuando fusilaron a su hermano Dimas los azules, que no los rojos, como se propagó. Ella acarreaba el botillo porque pensaba en nuestras hambres y necesidades; como una obra de caridad, digo, sin tener en cuenta la ideología. Éramos sus hijos a los que debía proteger. Por eso estamos aquí, después de tantos años, juntos, para agradecerle tantos desvelos y sacrificios. Y no tiene sentido que entonemos la Internacional. No lo tiene. La buena mujer estaba muy por encima de la hoz y el martillo, del puño trancado. ¿Acaso no ayudaba a los hijos de los Guardia Civiles con sus guisos? También a ellos. ¿O no?

Alguien entre las voces presentes gritó, a carne desgarrada, que Dionisia Lorenza era otra Dolores Ibárruri Gómez, “La Pasionaria”. Pero pronto le mandaron callar y calló. Entre aquel gentío, el que más serio estaba, ahora, era el Guardia Civil Hortensio Silas. Cerraba la voz y los ojos, que no el pensamiento. Y su pensamiento pensó:

“Dionisia Lorenza era una santa, una santa –insistió su razón-. Yo sabía que aquellos revoltosos maquis y huido se alimentaban de botillos bercianos. Y fue mi voluntad la de investigar quién se los proporcionaba. Cuando capturamos al maquis Demetrio El Sango, en su fardo encontramos un trozo de botillo ya enmohecido. Probé el embutido y pronto me di cuenta de que en él estaba el arte de la mujer, de Dionisia Lorenza.

Fui a su casa para decirle lo del apresamiento de Demetrio El Sango y que en el morral habíamos hallado una porción de botillo. Que aquella pieza, le dije, había salido de su mondongo y que debía confesarnos si ella tenía algo que ver con los revolucionarios del monte Ferradillo. Entonces ella me confesó que sí, que claro, que aquel Demetrio era su hijo y que una madre no podía dejar morir de hambre al niño que había amamantado en sus entrañas. ¿Y yo qué hice? –se preguntaba el Guardia Civil-. Me abracé al corazón de la mujer y le dije: -Yo hubiera hecho lo mismo –Y no la delaté. En el fondo estaba enamorado de ella, de ella o de su botillo, que es lo mismo o lo mismo me da”.

Ya era muy tarde, tarde subida a oscuridad. Entonces Jualo, el enterrador, dijo a los presentes, invitándolos a abandonar el recinto:

–  Tengo que cerrar las puertas del camposanto, salgamos todos.

Y todos pusimos pie hacia la salida no sin antes ir exclamando con voz fuerte:

–  ¡Viva Dionisia Lorenza!

El que voceaba con entusiasmo era el Guardia Civil Hortensio Silas, que, además, se abrazaba a todos los amigos de la mujer, sin distinción de ideologías y banderas. Para ellos Dionisia Lorenza era su única patria.

spot_img

#MÁSCYL RECOMIENDA

ESCAPADAS DESTACADAS

El Mercado Castellano de Valladolid se suma a las fiestas de San Pedro Regalado

El sabor de las ferias de antaño revivirá por unos días en el entorno de San Pablo y Cadenas de San Gregorio para celebrar...

CASTILLA Y LEÓN AL DÍA

SABOREA CYL

Duero Wine Fest convierte a Salamanca en epicentro del vino de España y Portugal

Reconocidos periodistas y expertos nacionales e internacionales acuden a este gran encuentro que quiere poner en valor la riqueza vitivinícola del Duero   La tercera edición...