La fama conquistada por este dulce en la península itálica es bien merecida. Puede que la clave esté en la sabiduría de los herederos de Rómulo y Remo, aunque también tienen algo que decir los ingredientes empleados y, sobre todo, el ritmo a la hora de batir
Ricardo Ortega
Un turista despistado puede visitar la romana Piazza Navona y entrar en una heladería a consumir uno de los afamados ‘gelati’ (el plural de gelato) italianos pensando que va a tomar un helado más.
Sin embargo, y aunque ‘gelato’ se puede traducir como helado, no se trata exactamente del mismo producto. Ambos comparten tres ingredientes básicos: lácteos, azúcar y aire, el elemento necesario para ‘montar’ los lácteos.
Pero la diferencia está en la proporción: el ‘gelato’ lleva más leche y menos crema, es decir, menos grasa. De ahí que tenga una textura más cremosa. Por cierto, también lleva menos azúcar.
También hay diferencia a la hora de batir, puesto que el helado se bate más rápido y durante más tiempo que el ‘gelato’. Por eso el helado tiene mucho más volumen, mientras que su primo italiano es más denso y suave.
Hay asimismo un aspecto poco conocido: el ‘gelato’ se sirve entre 6 y 8 grados centígrados por encima de la temperatura del helado, lo que también influye en la cremosidad y, no nos engañemos, en el sabor.
A la hora de servir, el ‘gelato’ -más denso y cremoso- se toma con una pala plana o una espátula, y se le va dando forma. El helado, por su parte, al tener más aire y por tanto mayor volumen, se sirve con cucharas redondas que permiten formar esferas perfectas.
En Castilla y León, una de las grandes apuestas por el ‘gelato’ proviene de Sahagún, en la provincia de León y en pleno Camino de Santiago francés: en el punto medio exacto entre Roncesvalles y Santiago de Compostela.
El padre de la criatura se llama César Lazo y es un cocinero que no deja de emprender, de reinventarse, de sorprender con sus propuestas a vecinos, turistas y peregrinos.