Tenía mi interés en conocer el Museo Agrícola de La Zarza, pueblo asentado entre Medina del Campo y Olmedo, en la comarca Tierra de Pinares. Me habían hablado de él y de su «archivera de aperos y otros enseres», Loli Tejero, madre, mujer triguera, amante de lo antiguo, nacida en Cuenca de Campos, crecida en León y casada en Valladolid con José María Lara, gran hombre y amigo de todos. Llegué hasta allí una mañana de calor, donde el sol hierve la sombra. Y pregunté por «la Panera», lugar donde se ordenaban las diversas salas etnográficas.

-¿Dónde vive doña Loli Tejero?
Un hombre, que dijo llamarse Juan por el sacramento del bautismo, el que paseaba el ladrido de un perro pastor, me señaló desde su altura:
-Monte el paso por aquella calle despoblada y, al poco, hacia la zurda, se da de morros con el museo. No tiene pérdida. ¿Sí?
-Claro, muy claro. Entendido, señor.
Como el sol recalentaba mi cuerpo de lo lindo, decidí repostar en un vaso de cerveza, acompañado por una cazuela de ‘nícalos’ con pimientos de Padrón. Sudaban mis carnes. Goteaba mi camiseta. Allí dejé descansar a mi fatiga, en aquel bar que dicen San-Ro.
-¿Usted conoce nuestra iglesia de San Silvestre? –me preguntaba un cigarrillo que no dejaba de fumar.
-No, pues no –le respondí.
-¿Y el museo de doña Mari Loli? Allí tengo yo algún apero para que duerma tranquilo y sin tiritona. Pues mi mujer no dejaba de amenazarlo con arrojarlo a la cerilla; como hizo con un carro, un yugo, un trillo y, lo que más púa sintió fue el alma de mi corazón, fue aquella cama niquelada, con sus mantas zamoranas, que heredé de mis abuelos. Uno de ellos, llegó de Cuba con fiebres y toses en los pulmones. Pues un día, sin mis amenes, se la vendió a un anticuario por dos perras chicas, digo. ¡Maldita sea! Bien hace doña Loli en ir atropando aquellas cosas antiguas, pues sobre ellas pusimos los sudores de las manos; manos como las mías, señor, que son más grandes que dos hectáreas.
-Ya lo siento, señor –dije.
-Pero si usted llega en busca de doña Loli, le hace compañía mi compañía. Estoy a su voluntad. Mi quehacer no es otro que pasear mis campos y rociarlos con lágrimas y gozos: son mis recuerdos. Como cuando visito el museo de la señora: son mis recuerdos; soy yo mismo.
Y la bondad de aquel hombre labriego, de muchos años y más hijos, me acompañó hasta la casa de don José María Lara y doña Loli Tejero, el alma entusiasmada del museo, antes conocido por el nombre de «Santa Eufemia», en honor de la patrona de la villa zarceña.
Pulsé el timbre. Sonó la campanilla. Entonces apareció ella: mujer hermosa, elegante, jovial, de ojos azules y duce hablar.
-Pase –dijo-. Le esperaba. Entre, por favor. El sol derrite el aliento. Entre al frescor de la casa.
-Gracias, doña Loli.
Dijo ella:
-Estaba ordenando unos aperos que me han regalo. Ya acabé –luego me preguntaron sus ojos-: ¿Es periodista, acaso? ¿Investigador? ¿Etnógrafo o cosa así?
Yo le respondí:
-Soy una persona que indaga la identidad de su región a través de los aperos agrícolas y de labranza.
-Ya comprendo.
Y doña Loli, me dijo, al referirse a su museo:
–«Es el testamento en madera, hierro, cuero, barro, etc., que deseo regalar a mis nietos el día que yo falte. Eso, para que ellos lo cuiden, protejan, defiendan y se sientan orgullosos del trabajo de sus progenitores. Gracias a estos aperos, los campos nos regalaron el pan; los rebaños, la carne, la lana y el queso».
Entonces me bajaba al ardor de la mente que el cuerpo y el ser del campesino, labradores de surco, sudor a trilla, despedían un aroma a trigal, a ‘nícalo’, a rezo, a canto y llanto resignado e impotente. Muy pocos luchadores en defensa de su tierra; confiaban más en los rezos de san Isidro que en los sudores del arado. Que eso eran los castellanos de vino, queso y pan: palabras torcaces, tostados cuerpos de barro en un Dios lejano.
Y fue, en aquel momento, cuando iniciamos la visita por todas y cada una de las 17 salas de la exposición.

¡Cuántos sudores vividos
al calor de tanta lumbre!
¡Cuánto amor y pesadumbre
en los panes compartidos!
Los sueños quedan servidos
en platos de mansedumbre;
cada cual es su legumbre
en los campos redimidos.

Nacimos para ser campo,
trigo, sol, frío de enero,
arado del romancero
y surco de un dios lejano.
Aprendimos a ser carro
de la cárcel del mulero:
aprendidos del tintero
a ser todo lo soñado.
Fue la escuela nuestro canto,
la libertad del jilguero,
la bandera del guerrero
que lucha contra los cardos.
Hablamos de aquellas antañonas escuelas. De aquellos niños y niñas de la posguerra, crecidos con queso amarillo y leche en polvo, hambre en los bolsillos de los estómagos. De aquellos maestros que olían a alcanfor, reducido silabario y a empujón de «letra con sangre entra»; padrastros de laenciclopedia de Antonio Álvarez Pérez, natural del pueblo zamorano de Ceadea Fonfría. De sus juegos infantiles. De sus obediencias y respetos. De aquellas costumbres de besar las manos a los sacerdotes y a las ancianas. De aquellos mondongos: «El niño que comiera el seso de los gorrinos, jamás mentiría en su vida«. (Estos no llegaron a políticos, me supongo). Y amén.

Muñecas, besos de trapo,
caballitos de madera
que esperan siempre a sus amos.
Camiones y bicicletas
que perdieron sus encantos.
Casitas, juegos de mesa
que llegaron con los Magos.
¿Dónde está mi niña reina?
¿Mi principito soñado?
Quizá estén en una guerra
de rosales y de nardos.
¡Aquella sala de los juguetes! ¡Aquella infancia de Reyes Magos! ¡Aquella inocencia bautismal! En cada juguete, un niño, una niña, un sueño, una patria, un pueblo, un futuro cuerpo de sudor y trigo. ¡Campesinos de sudor y alondra!

«Con regla, peso y medida
pasará en paz nuestra vida«
Tanto pesas, tanto vales
hombre, campo, grano y trilla.
Son tus surcos la gavilla
que dan pan a los pardales.
Tu sudor de manantiales
son fanega y son cuartilla,
son silencios de Castilla
que hacen crecer los trigales.
Y más tarde, aquellas medidas agrarias: la obrada, la onza, el quintal, la fanega, el rasero, la romana, la maquila, el celemín, el cahiz, etc. Aquellas medidas que medían la vida y muerte de cada cuerpo: el sudor, el rezo, la amistad, la libertad, incluso. El nombre de aquellos artilugios del campo ha desaparecido. Han cambiado los oficios, o su forma de labrar. Los tractores, las máquinas cosecheras… Acentúa Loli con pesar: «Esos vocablos los resultan extraños a nuestra juventud. Difíciles de entender. Ignoran lo que fueron y representaron para la vida de nuestros pueblos, de nuestras gentes, de los abuelos. Las mismas palabras son museos vivientes que pregonan lo que fuimos y de dónde venimos. Son nuestras señas de identidad, como las suyas aunque se vistan de modernos. La sangre no cambia de color: son las aguas de los mismos ríos».

Pastor de noche melgada,
pastor de la luna incierta,
dime si la Vía Láctea
te protege las teleras.
Dime si el viento modorro
baja a sangrante la oveja,
a llevarte las guedejas
para que duerman los lobos.
Dime, dime si los lobos
se ríen de tu paciencia.
Ahora parlamos de los pastores, de la trashumancia, de la invasión de los lobos, sus ataques. También de los quesos y los útiles utilizados para su elaboración. Oficio sacrificado e incomprendido.

LABORES DEL CAMPO
Sementera:
Cancionero del surco
que ara la gleba.
Siembra:
Sembrar gorriones blancos
para que crezcan.
Siega:
Recoger los sudores
para las eras.
Acarreo:
Llevar en las gavillas
la hogaza entera.
Trilla:
Donde se miga el sueño
de glorias nuevas.
Limpia:
Dejar que el viento lleve
la paja enferma.
Panera:
Dejar que cante el grano
de la cosecha.
Moler:
Que el trigo se haga harina,
baile en la mesa.

Ya el día subía al mediodía. En las campanas, el ángelus. En un corral lejano ladraba un perro. Una voz húmeda y molesta, repetía: «Chito, calla». Nosotros seguimos allí, hablando del Museo de «Santa Eufemia». Un recinto que recoge los útiles relacionados con la comarca de Tierra de Pinares, entre Medina del Campo y Olmedo, donde se ubica La Zarza.
Puntualiza Loli que «La panera es un museo familiar, no público. Que, añade, está muy agradecida a todo el pueblo de La Zarza por sus aportaciones de labranza. En cada uno de aquellos aperos y otros útiles, están grabadas las alegrías y lágrimas de sudor de sus ancestros».

Dame a comer de tu pan.
Dame a beber de tus aguas.
Dame tus sueños de alondra
que espigan dentro del alba.
Deja que sea gavilla
de los gorriones que cantan.
Déjame que sea pueblo
desde el cielo a la besana.
Deja que sea museo
en un cuerpo de dulzaina.
Deja que sea canción
en la lumbre de La Zarza.
En cada uno de aquellos aperos y otros útiles, estaban grabadas las alegrías y lágrimas del sudor de nuestros antepasados. Hoy recuerdo vivo de lo que somos en lo que fuimos. Amén.

Llegad hasta La Zarza
donde espigan museos
los sudores, los campos,
los nombres más labriegos.
Aquí trillos y yugos,
allí carros y bieldos;
los arados romanos
con todos nuestros sueños.
Y en cada sala escrita
la voz del jornalero
que nos dejó su escuela
grabada en los aperos.
Su patria es nuestra patria,
la dulzaina del pueblo.