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Fray Botarate y la danza de los poetas rebeldes

“El escritor solo puede interesar a la humanidad cuando en sus obras se interesa por la humanidad”, Miguel de Unamuno

Fray Botarate habló de esta manera a las ovejillas mansas que pacían por el prado. Les mostró el cuadro de El triunfo de Baco y les dijo:

Todos los que están en el cuadro son poetas, poetas rebeldes e insatisfechos. Es mi antojo, ganado mío. Los hay rapsodas, copleros, juglares y trovadores.  Han fundado la Congregación de los versos alcohólicos. Preside esta junta el pedante, cacareador y jactancioso Serapio Florines Migas, apodado el Baco. Pero ya sacaremos la palabra del paladar para hablar de Serapio F. Migas, que tiene su historial y otras caligrafías.

-¡Beeee!

-¡Versos alcohólicos!

Según los dimes y diretes, el vino les remueve la inspiración hasta convertirla en acento de poema. Asimismo, se disfrazan de esta manera que veis, con vestimenta de aquellos tiempos velazquerianos, para dar más boato  a las reuniones y deliberaciones poéticas, pues son siempre ellos los que  forman parte del tribunal de los concursos literarios que se convocan aquí y allá por muy lejos que sea. Los mismos que elevan a categoría y llenan de honores fatuos a los ripiosos, coronando sus sienes con hojas de laurel. Se puede pensar que dan prestigio a las letras, pero no dejan de ser unos caciques. Y el que más escoba, su presidente es Serapio, el cual se cree el dios de todas las musas del Parnaso. Son once más el Baco, como lo apóstoles, pero les falta Rulfo Mastines, al que llaman el Judas, y dos más por cirrosis.  Barruntan las maldades de Rulfo Mastines que es un tunante, mujeriego y siempre está achispado. Todos lo saben y ¡chitón! Y cierran la palabrería porque, en el decir, fornica con una de sus esposas. Nadie de ellos sabe con quién y andan en el sospecho. Tal vez con la mujer de Tulio Mendrices, a la que imparte clases, con faltas de ortografía, de metodología del verso con otras mujeres de por allí. Lo cierto es que el Judas compone poemas amorosos, cambiando constantemente el nombre de la amada para que no le cojan con las manos en la tinta. Otros perjuran que no se trata de una mujer, sino de un joven portugués.  Y no de sus religiosas, fieles y devotas esposas.

-¡Vete tú a saber!

Los hay que redoblan que Rulfo se acuesta con una mulata cubana de pocos años.

-¡Qué elemento es el pene de Judas!

La Congregación de los versos alcohólicos no cesaba de repetir machaconamente: «¡Libertad!»

Pero todos callan, esconden la voz porque lo temen.

-¿Con quién?

-¡Qué sé yo!

Cada uno de aquellos dipsómanos visita en secreto el Club de las moscas pardas y no lo dicen. Hipócritas son, fariseos de capa y espada oxidada. O los llevan a la Congregación y allí organizan, con las mujeres ilegales, sus orgías.  Lo sabe el cura don Blas Sandiós por boca de Macasta, una buscona rumana a la que confiesa cada dos noches   y tiene a su hijo de nueve años de monaguillo.

-¡Qué tunantes!

-¡Versos alcohólicos!

Acaban de admitir en la secta a un tal Tulio Mendrices, vate de poco momio y fanfarrón. Es el que está arrodillado como un asno poco refinado. Sufre de flatulencias. Como le encanta zampar a diestro y siniestro cebolla con patatas, se le infla el estómago por los gases y no deja de eructar o marear el ambiente con sus ventosas anales.  De ahí que   acarrea el mote del Ventoso. Sus camaradas se apartan de su lado por los efluvios, tapándose la nariz formando una pinza con los dedos. Se ríen de él. Se mofan de Tulio con disimulo, no más. Pues ellos saben que gracias a Tulio Mendrices pueden ahogarse en el vino de sus viñedos de los que es propietario. Mendrices, cabe decirlo ahora, es el marido de doña Sifilina, la poeta. Se muere de ganas por entrar en la Congregación, en el conciliábulo, pero no se lo permiten por ser mujer, aunque insista Tulio Mendrices en ello y el propio Rulfo.

-¡Nada de mujeres! Aquí no se admiten sacerdotisas.

No hay quién lo entienda cuando saben aquellos “homeros” que gracias a ella, a los dineros de Sifilina, editan sus poemarios. Habrá que tener paciencia, quizá algún día…

-¡Ay, Tulio!

Fijaos bien. Tulio Mendrices es el que está postrado de hinojos, apoyando su voluminosa cabeza de poco seso en las rodillas de Serapio Florines Migas, el Baco, que no es otro que el presidente de la ceremonia. Porque hoy, precisamente hoy, se le va a admitir como socio benefactor en la Congregación de los versos alcohólicos. Y no es por méritos propios, por la grandeza de sus versos, por la calidad de sus estrofas.

-¡Qué va!

Sino, ya lo hemos dicho, porque les permite a todos ellos destapar las pitas de las cubas de su bodega y saciarse de vino hasta perder la razón y entonar sus líricas en forma de madrigales a la Gioconda de Leonardo da Vinci, que, diríase, los está escuchando y sonríe al verlos tan pánfilos. No sólo por eso, ¡qué va, ni mucho menos! También porque es su mecenas y les publica, con el apoyo de su señora esposa, poemarios bien encuadernados, con pastas de cartoné bañadas en oro. Ante tanta generosidad, y el aplauso fariseo que reciben los ripios de Serapio, hoy es el miembro número trece que ocupará, como es deber, el taburete que lleva este dígito por ser el último en ingresar en tal templo o pagoda o parnaso de la poesía.

-¡Ay, la poesía!

Para celebrarlo como se debe, amén del jamón y los guisos que ha traído el reciente admitido, al que no se ha escatimado elogios, Rosalillo Adares Cucas, el cantoautor del grupo, ha recitado con acorde de guitarra un poema de bienvenida. Todos aplaudían delante de sus ojos, para que les viera bien Serapio, mientras se zampaban con ansía de lobos hambrientos   las lonchas de pernil; pero en lo más hondo de sus mentes no dejaban de mofarse del pobrecillo. Del pobrecillo que, llevado por la emoción y el estrés del momento, se le escapaba por la puerta abierta del ano los gases descontrolados, lo que les hacía clamar vueltos de espaldas, conteniendo la respiración:

-¡Si será guarro!

Una vez coronado poeta insigne el tal Serapio Florines Migas, colocándole el Baco sobre la cabeza un ramo de laurel, se procedió a celebrarlo con vino tinto de la Ribera del Duero y verdejo de Rueda. ¡Vaya fiesta! Empezó con un brindis invocando y agasajando a Erató, la Musa de la Poesía Amorosa y Erótica.

-¡Por Erató, nuestra hada inspiradora!

-¡Por Erató!

Serapio Florines Migas preguntaba con ojos bobalicones que quién era esa señora para invitarla a su bodega y si la conocía él. A lo que le respondían los otros:

-A callar, Serapio, y brinda por ella.

-¡Pues viva “rató”!

-No, Serapio: Erató, la musa del verso.

-¡Ah!

Aquel festejo terminó en abrazos, en besos, en gimoteos apoyándose en los hombros de los camaradas y en gritos. En voceríos donde cada cual insultaba a su compañero y le echaba en cara lo malos que eran sus versos; amén de recordarse que los premios que habían obtenido se debían a los pucherazos, enchufismos, amiguismos y otras ortografías.

-¡Qué  gritos!

Como el vino tiene muchas lenguas, pronto les empezó a hacer efecto los alcoholes. Ya ajumados, dando baile al zapato, tropezaban, caían, nadaban por el suelo y no encontraban el servio para mear. Allí quedaron dormidos sus cuerpos hasta bien entrada la mañana. Les vino a despertar doña Sifilina con una cacerola de chocolate y una bandeja de churros, roquillas fritas y torrijas hechos por ella. Para su marido le trajo una tortilla de cebolla, pues sabía que le gustaba, ignorando los gases que producían tal alimento. Comieron hasta saciarse.

-¡Más chocolate, más churros, más rosquillas, más torrijas!

Más serenos, doña Sifilina suplicó a Serapio Florines Migas que admitieran también a las poetisas en la Congregación aquella; aunque, desde luego, a ella no le gustaba el vino y sí el buen licor que zumea la poesía verdadera. Era abstemia.

-¡No!

-¿Por qué?

-Porque el Judas es un golfo y aquí corren peligro las faldas.

-¡Otra bobada!

Así estaban cuando apareció por la puerta, dando tumbos, Rulfo Mastines. Le sangraba el rostro, la nariz le sangraba y la cabeza revoloteaba como loca. Se dolía del brazo derecho y sus palabras se quejaban de lo que había presenciado en la Plaza Verde.

-¿Qué te ha pasado, Rulfo?

Las mentes de algunos pensaron que el Judas les engañaba y aquel castigo tan horroroso se debiera a algún puño celoso de algún marido carnudo.

-¡Nos mientes, Rulfo!

Rulfo Mastines, entonces, les confesó toda la verdad sin dolo: que no era un mujeriego, que no lo era,  y lo juraba por el cielo y por el infierno; que se reunía con cierta frecuencia con un grupo de mujeres en el Seminario viejo para hablar de poesía, de su compromiso con la sociedad y la lucha por lograr la libertad del cuerpo y del espíritu; que el poema es como una espada de muchos filos que se clava en la carne de los infieles, truhanes, déspotas, trileros, traidores a la patria que…Que la libertad es la supervivencia de la democracia.

-¿Eso es todo? –le preguntaban incrédulos.

-¿Os parece poco?

-¿Y por qué lloviznas sangre por todo tu cuerpo? Respóndenos.

El Judas, ya dentro del pesar de sus propias lágrimas, añadió como un toro malherido, bravo, con las astas bien afiladas:

Porque vengo de la manifestación de los estudiantes que clamaban libertad, justicia y destierro de los corruptos.

-¿Y qué, Rulfo?

-Entonces presencié cómo alguien disparaba sus armas contra los jóvenes, por orden de sus superiores. A uno de ellos lo acribillaron a balazos. Cayó su cuerpo a mi lado. Sangraba su muerte junto a la voz de mis versos.

-¡Tus versos!

-Me levanté con aquel cuerpo en mis brazos. Se lo mostré a las autoridades opresoras y comencé a gritar enrabietado: “¡Miserables, dejadnos vivir libres!”. Uno de aquellos se acercó a mi persona, me golpeó la cara y, ya en el suelo, me zarandeó lo que quiso. Así me quedé, como me veis. Pero seguí gritando: ¡Libertad! Comprendí en aquel momento que todos los versos que había escrito y publicado no servían para nada: cantaba a las flores, a los ríos, al aire, a los nenúfares y no sabía lo que eran, pero no hablaba del hombre, de ponerme del lado del más débil, de los sin voz… ¡Oh, Lucifer!

Todos los allí presentes se pusieron en pie. Le miraron con envidia y dolor. Habían comprendido la fuerza que tenían los poemas. Entonces fueron saliendo de aquel salón de plenos los poetas borrachos y se dirigieron a la Plaza Verde, donde estaban los estudiantes, muchos tendidos en el suelo con heridas de muerte, como aquellos de Tiananmen. Y exclamaban desde su impotencia ya muy debilitada:

-¡Libertad!

Con los alientos de aquellos muchachos se entrecruzaron las voces de la Congregación de los versos alcohólicos que no cesaban de repetir machaconamente, como muchos poemas en un solo verso, en una palabra ahora mancillada:

Recuerdo a Gabriel Celaya en el madrileño barrio de Prosperidad, Poesía para el pobre, poesía necesaria…

-¡Libertad, libertad!

Del infierno acorazado de una tanqueta, salió una ráfaga de metralla que segó la vida de aquellos poetas de la Congregación.

-¡Los gloriosos poetas borrachos!

Los gobernantes de aquel régimen totalitario, despótico y corrupto, exclamaban victoriosos:

-¡Muertos los poetas revolucionarios!

Sifilina contempló con dolor inmenso, acongojada, a su marido muerto; quizá un tanto orgullosa porque aquella sangre era la bandera de su patria. Luego vino a mi lado   y me dijo con toda entereza:

-Tenemos que seguir luchando, fray Botarate. Vengar su martirio.

-Sí, mujer.

-¡Con la palabra del poema, con nuestras voces! Dedicaré parte de mi dinero en abrir una editorial que edite textos comprometidos: “Las palabras son puñales”, en recuerdo de los caídos.

-Sí, mujer.

Fue entonces cuando me acerqué al poeta cantaautor Rosalillo Adares Cucas, que yacía en tierra con los ojos virados. Le tranqué la mirada con pesar. No pude por menos que gritar desaforado “¡Libertad, libertad!”. Cogí la guitarra caída a su lado y me puse a cantar, canto de amargura, el poema de Gabriel Celaya.  Así lo dice en recuerdo, se me antojaba ahora, de aquellos valientes y gloriosos poetas:

“Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica”.

-Beeee.

Los borrachos, o El triunfo de Baco. Museo Nacional del Prado
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