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Paisajes de la piel de toro

Quién no tiene algún recuerdo del verano de cuando era niño. El mero hecho de no tener que ir a la escuela y tener todo el día libre para jugar, eso sí, con alguna que otra obligación familiar, era más que suficiente para recordar verano tras verano.

Algunos se quedaban en el pueblo o en la ciudad y otros viajan en coche o en tren hacia la costa o al pueblo de los abuelos. En cualquier caso, estoy seguro de que a nadie se le escapaba ese paisaje veraniego.

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Tomás Jurío. Director de Nuevos Proyectos del Grupo Barón de Ley

Esos campos dorados, los cuales eran mecidos por la suave brisa cual mares, o bien esos rastrojos interminables que provocaban una sensación de sequedad y de un calor ardiente; ese verdor grisáceo de los olivares que te transmitían tranquilidad, o ese otro verdor brillante de naranjos y limoneros que causaban alegría y anunciaban la mar, pasando por otros verdes y marrones de esos otros frutales donde apetecía alargar la mano y coger sus frutos; cultivos otros de huerta en surcos y caballones, así como mares de plástico.

Agricultura sobre terrenos llanos e inmensos, en bancales, en pequeños promontorios, en laderas de valles que miran a su río, incluso muchas veces la silueta de un imponente toro bravo sobre una loma, dando fe del territorio que pisabas.

Y cómo no, ese otro verdor variopinto que cual soldados parecían estar en formación, con estructuras altas, bajas o muy bajas, desde la Albariño a la Palomino pasando por la Godello, la Caiño, la Juan García, la Rufete y la Cayetana; desde la Mencía a la Doradilla pasando por la Prieto Picudo, la Tinta del País, la Verdejo, la Airén; desde la Hondarrabi Zuri a la Xarello, pasando por la Garnacha, la Tempranillo, la Graciano, la Parellada; desde la Picapoll a la Corinto pasando por la Bobal y la Moscatel. Y tantas y tantas otras castas que seríamos incapaces de recordar.

Todos estos paisajes forman parte de nuestro recuerdo estival y por supuesto de nuestras tradiciones agrícolas y rurales.

Pero si hay algún paisaje que se repite, ese es el viñedo. Ese cultivo, tradicionalmente de secano, que se plantaba donde ningún otro podía crecer. Ese cultivo, que durante décadas ha fijado población rural y también ha evitado que el suelo haya sido erosionado. Ese cultivo, que daba verdor en zonas áridas y permitía dotar de oxígeno y generar vapor de agua donde se hallara. Ese cultivo milenario, que aun hoy continúa estando entre nosotros.

Uvas tintas, blancas y rosadas repartidas por toda la geografía española que eran transformadas en vinos tintos, blancos, rosados, dulces, secos, soleados, burbujeantes; en definitiva, vinos distintos que caracterizaban las zonas de donde provenían.

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Eran tiempos donde, con una copa de vino en la mano, podías adivinar el lugar de procedencia. Galicia, Castilla y León, Rioja, Navarra, Cataluña, Valencia, Castilla-La Mancha, Cádiz…

Estos son mis recuerdos, quizá también lo sean tuyos. En apenas cincuenta años el paisaje vitícola se ha visto modificado, unas veces por abandono forzoso y otras por cambios en nuestra vida cada vez más ajetreada. Esas viñas en formaciones bajas de vaso han dado paso a formaciones altas en espaldera, llenando nuestros campos de madera y metal.

Viñas centenarias fueron arrancadas y en el mejor de los casos sustituidas por otras cepas más productivas, de otras variedades o de otros clones. Los tractores han sustituido a la tracción animal. Las viñas han bajado al fondo de los valles buscando el agua para abandonar los cerros, que, aunque poco productivos daban uvas de calidad, conservaban el suelo y eran parte de un cierto ecosistema local.


Nuestros paisajes, no cabe duda, van cambiando y no solo de forma visual. Quizá nuestros sentimientos no cambien sobre aquel paisaje bucólico que permanece en nuestra retina, sin embargo, la generación más joven tendrá otro sentimiento distinto de ese mismo paisaje por el mero hecho de ese cambio. Los aromas ya no son los mismos, la copa de vino ya no huele igual y se hace más difícil trasladarse al paisaje del que proviene.

El abanico de variedades de uva, de técnicas de cultivo de la vid, de técnicas de elaboración, de la química y biotecnología del vino, etc., se han estandarizado y emigrado de unas zonas a otras. Incluso variedades foráneas sobre todo francesas y alemanas se han instalado entre nosotros. Ni mejor ni peor, pero sí diferente, provocando vinos más estandarizados que nos hace más difícil identificar su origen.

El paisaje que quizá menos haya sufrido con el paso del tiempo haya sido el de Jerez, esas tierras albarizas que con sus castas y con unas técnicas de elaboración tan especiales dan esos vinos diferentes y únicos en el mundo.

Sin embargo, todavía quedan reductos de viñedos muy viejos que por iniciativa privada se intentan recuperar, manteniendo así cosas importantes como son: el suelo, la tradición, variedades minoritarias, aromas olvidados, gustos perdidos, y por supuesto ese paisaje verde de verano que nos da frescor.

El viñedo es mucho más que un cultivo del que procede el vino, el viñedo es cultura, es tradición, sostiene el suelo, nos ayuda a respirar, nos alegra la vista, mantiene población rural y crea riqueza en la zona; en definitiva, el viñedo es vida.

Tenemos un viñedo increíble que pasa por los emparrados de Galicia, los bancales romanos de la Ribeira Sacra, las tierras calizas de Valladolid, los suelos pardos de La Rioja, Las pizarras en bancales del Priorato, los suelos rojizos de Valencia, la aridez de La Mancha, o las tierras blancas de Jerez.

No quisiera perder mis recuerdos, mis aromas, mis gustos, mis sentimientos. Me gustaría con una copa de vino en la mano poder adivinar el paisaje de ese viñedo, de ese terreno, de ese cerro, o de ese río.

Simplemente, porque el viñedo es paisaje.

Tomás Jurío es ingeniero agrónomo y Master en Viticultura y Enología. Director de Nuevos Proyectos del Grupo Barón de Ley

 

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