Alberto de Miguel Pliego
Escritor y guionista
Dos muchachos –Ellis y Neckbone, fantásticos nombres– en un pueblo a orillas del gran río de la mitología norteamericana, que se comunican mediante walkie-talkies (no hay rastro de tecnología más moderna, ni redes sociales, pantallas táctiles y todo el cristo), y cuando no intentan los primeros flirteos con chicas mayores en las fiestas de descampados o aparcamientos al aire libre, hacen expediciones en lancha por pequeñas islas de los alrededores…
Así descubren unas huellas en la arena, con cruces en los talones, señalándoles los pasos de un fugitivo que necesita de su ayuda por una causa noble.
Qué cojonuda adaptación apócrifa de las aventuras de aquellos otros muchachos de Mark Twain, pensé al salir del cine, recién vista “Mud”.
Y, también, que ya tenía el libro sobre el que escribir el guion adaptado.
* * *
Lo que quería era escribir una “historia de paso”, lo que en inglés suena tan bien –coming of age–, y durante el verano busqué libros protagonizados por personajes que, con la infancia ya definitivamente atrás, empezaran a buscar su lugar en el mundo.
En el trastero del garaje, empapada de frío de bodega y olor a gasolina, mis padres guardan una estantería con libros de nuestros años escolares. Entre ellos, al menos media docena de novelas de Alfaguara, “Serie Roja”, que yo recordaba a mi hermana leyendo cuando iba al instituto.
Tenía una ilusión ojeando las contraportadas, una por una, como los chavales de “Alfred Hitchcock y los tres investigadores” –la otra estupenda serie de literatura juvenil que se hacía hueco en la estantería– ante un nuevo caso. Buscaba la historia que más “resonase” en mí para adaptarla en el segundo curso de la Escuela. Iba a ser el primer largometraje al que nos enfrentáramos (hincar el diente a unos noventa folios da respeto), pero tenía ganas de hacerlo, porque escribir el guión que eligiera no sería nada parecido a la letra muerta de los comentarios de texto del Bachillerato.
Aquella tarde en el garaje me sentí, por primera vez, guionista. (Puede que alguien piense: “¿Pero es que este tío se cree William Goldman, cuando, ya elevado a guionista fundamental del cine norteamericano, se puso a escribir sobre sus guiones, tanto los que ganaron el Oscar como los que nunca vieron la luz?” –o, pecando de efectista, los que nunca se vieron en la oscuridad de una sala de cine–.
No, señor. Aunque la cabrona vanidad siempre aceche por ahí, no soy tan estúpido como para medirme con Goldman. Si pretendo contar algo de la adaptación que escribí es porque, gracias a lo aprendido del maestro Lamet, me “traje” a Tom Sawyer a Burgos, y acaso por esto –que alguien muy serio puede considerar extravagancia o disparate–, fue el trabajo con el que más disfruté de los tres cursos de Guión.)
De toda la “Serie Roja” que descubrí en el garaje, la novela que más me llamó la atención fue una de Joyce Carol Oates, “Como bola de nieve”, protagonizada por Matt, el bocazas, y Úrsula, la fea, compañeros de instituto cuyos apodos ya demuestran que ambos, aunque en principio no tienen ninguna relación, “interpretan” unos personajes que no son. Ya sea porque quieren defenderse del mundo, o pasar inadvertidos y evitar complicaciones.
En plena paranoia de la era Bush, después del 11-S, un comentario del bocazas sobre una falsa alarma de bomba en el instituto, genera acusaciones contra él mucho más graves que unas palabras a destiempo. Para defenderle de lo que considera una injusticia, la fea renuncia a la protección que le da su personaje. A partir de entonces, Matt y Úrsula se encuentran en su soledad, se van conociendo y se enamoran, finalmente, ya sin apodos.
Pero fue mientras empezaba a imaginar escenas trasladadas del instituto americano a uno español cuando vi “Mud”, y, ¡ay!, a pesar de todo lo que la había disfrutado, “Como bola de nieve” volvió a la estantería del trastero.
* * *
¿Cómo no iba a querer trabajar adaptando Tom Sawyer, tan distinto a como yo había sido, pero al que hubiera querido parecerme sin ninguna duda? “No soy así, pero pude ser así. El escritor debe transitar el camino que una vez desechó” dijo Miguel Delibes, otro de los que sabían de verdad. Descubrí al amigo Tom aquel mismo verano del 13, a la par que las novelas de Alfaguara, pero, en un primer momento, antes de ver “Mud”, ni siquiera lo había tenido en cuenta, por la distancia geográfica y temporal.
Si para Juan Miguel Lamet “Las noches de Cabiria” era la mirada de Giulietta Masina, para mí, “Mud” es la mirada de Ellis. Honesta, casi estoica –pero no resignada–, es la mirada de un chico que ha estado muchas horas viendo pasar la corriente del río. Desde que conoce al hombre con cruces en los talones, que se refugia en la lancha que una crecida del río “colgó” en lo alto de un árbol, Ellis le ayuda de cuerpo entero, porque todas las acciones del fugitivo “Mud” (Matthew McConaughey) tienen un solo objetivo: estar con la chica a la que quiere.
De este trasunto contemporáneo de Huck Finn que es Ellis –pues no ha tenido la vida plácida de Tom– me gusta hasta su forma de vestir: camisetas sin marcas ni logos, vaqueros desgastados por el uso –nada de esnobismo–; deportivas negras, holgadas, las mejores para patear los terrenos de sus exploraciones. “I´m no townie”, le dice a su padre cuando sabe que seguramente tengan que mudarse a la ciudad, dejando atrás su mundo, con el Mississippi por centro. Al tener el río esa influencia sobre Ellis, al hacerle la mirada, no es baladí recurrir a un ya tópico de que el paisaje se convierte en otro personaje de la película.
Claro que sabía que no podía ponerme a escribir sobre aquel río ni hacer hablar a muchachos con nombres en inglés. Pero si “Mud” es la prueba de que los personajes de Mark Twain estaban tan vivos en el Mississippi del XIX como en la actualidad, acaso pudieran estarlo igualmente en la tierra de don Miguel y mía: Castilla.
Ante una idea ilusionante, la imaginación se excita y la cabeza se dispara: así, cambié el pueblecito de St. Petersburg, en Missouri, por el burgalés de Quintanabaldo; los años previos a la Guerra de Secesión, por 1906 –cuando la boda de Alfonso XIII–; al malvado indio Joe, por un fugitivo que dice ser compañero del anarquista que atentó contra el Rey; a Tom Sawyer, en fin, por Andrés Lozano. Nunca antes hubo viaje tan rápido y feliz desde el Mississippi a orillas de Burgos.
Sin esperar a que este entusiasmo se enfriase, me ayudé de un libro del erudito burgalés Elías Rubio sobre viejas creencias populares de la provincia, para sustituir las supersticiones y leyendas que manejan Tom y Huck –como que, restregándose un gato muerto por la piel, en noche de luna llena, desparecen las verrugas– por otras autóctonas. Nunca estaré lo suficientemente agradecido al señor Rubio por haberme descubierto la creencia de que los lagartos verdes, atraídos por la sangre de las chicas “cuando están con el mes”, las perseguían por el campo y se les subían pantorrilla arriba hasta quedar encajados en… sí, sí, ahí.
Los bosques de Argomedo, cuevas en Puentedey, la cascada de las Pisas… Burgos provincia ofrecía, además, toda una serie de localizaciones espléndidas por las que hacer desenvolverse a los muchachos castellanizados –Huck Finn es Miguelón para los vecinos burgaleses–; paisajes en los que disfrutar por el día de la libertad que vive en las páginas del libro; paisajes en los que temer, ya con la oscuridad, el canto del cárabo, anunciador de malos agüeros.
Con todo esto, parecía que el porvenir, como decían en los viejos discursos, sería una senda de rosas. Y aunque nunca puede serlo, de las dificultades, frustraciones y atascos se sale gracias al impulso de las escenas que sentimos como el corazón del guión, las que lanzaríamos como respuesta a la gran pregunta: “¿por qué escribo esto y no otra cosa?”.
De mi pelea con momentos “fríos” pero importantes para hacer avanzar la trama (así la amenaza de Joe el indio en la novela, o los hombres que buscan venganza de Mathew McConaughey en “Mud”) me resarcí con la relación de Tom y Becky Thatcher –Andrés y Angelita Dorronsoro–, durante sus primeros tanteos en el aula: pocas declaraciones de amor mejores que la del libro, blasfemia si no se adaptara punto por punto: Tom coloca un melocotón sobre el pupitre de Becky y escribe en su pizarrín: “Cógelo, tengo más”.
O el primer beso, después del cachondeo generado por otra leyenda popular burgalesa que venía pintiparada, según la cual las mariposas, cuando sufren penas de amor, vuelan hacia los candiles y se lanzan contra las llamas para morir.
Si se diese el caso –¡por pedir…!– de que algún productor echara mano de estos papeles y no le sonara del todo descabellado lo anterior, ya sabe: de él dependería que Andrés Lozano saliese del cajón para lanzarse a las frías aguas burgalesas, importando la aventura que aquel coloso de las letras yanquis imaginó hace tanto tiempo.