Una de las ciudades más perjudicadas por el turismo rápido, desaforado, es la que se yergue junto al Eresma. Es un sacrilegio recorrer la calle Real, desde el Acueducto hasta la catedral y luego el Alcázar, sin llegar a pisar uno solo de los tesoros que se ofrecen por ambos flancos. Es la decadencia de una ruta urbana que en ocasiones asemeja una cinta automática, como si visitáramos un aeropuerto
Ricardo Ortega
No está del todo claro quién inventó esa actividad rica y virtuosa, dinámica y a veces arriesgada, a la que llamamos turismo. Pero sí es seguro que no tenía en la cabeza las prisas y el agobio que manifiestan tantos miles de visitantes que, acarreados principalmente en autobús, desembarcan en el centro de la ciudad para hacer un recorrido apresurado, comprar un recuerdo de cinco euros y tomar fotografías a dos manos.
La estampa mejora cuando deben llevar en sus manos la mochila, la bolsa de recuerdos y el palo de selfie. Al cabo, de vuelta en el autobús, no habrán visto nada, no habrán comprendido nada y, cuando estén de nuevo en su casa, tendrán enormes dificultades para clasificar las imágenes tomadas con más agobio que el que experimenta una gacela perseguida por un león hambriento.
Si hoy inventaran una nueva religión, deberían actualizar la tabla de los mandamientos e incluir entre los pecados más repudiables el desplazarse cientos, o miles, de kilómetros para perpetrar este tipo de visitas.
Una de las ciudades más perjudicadas por este turismo rápido, de consumo desaforado, de aluvión, es la de Segovia.
Más que nada, por el sacrilegio que supone el recorrido por la Calle Real, desde el Acueducto hasta la catedral y el Alcázar, sin llegar a pisar uno solo de los tesoros que se ofrecen a ambos lados de esa ruta que en ocasiones parece una cinta de funcionamiento automático, como si visitáramos un aeropuerto.
El ayuntamiento de la ciudad ha puesto en marcha numerosos centros que permiten conocer e interpretar Segovia, su urbanismo y su historia. Son algunos de ellos la Colección de Títeres de Francisco Peralta, el Espacio Informativo de la Muralla, la Real Casa de Moneda, el Centro Didáctico de la Judería y la Casa Museo de Antonio Machado, listado al que habría que añadir un largo menú de museos e inmuebles de visita obligada.
Siempre está la posibilidad de callejear, y es en este formato de visita donde Segovia crece, se agiganta, engulle al caminante en lugar de ser aplastada por la masa de turistas. Es en esta versión donde se conoce a la ciudad medieval, romana, árabe y judía. Donde podremos seguir las huellas del místico Juan de la Cruz en su ascenso al centro urbano o de Antonio Machado en el recorrido que hizo durante años para dar sus clases de Francés. Aquí la ciudad del Eresma se abre ante nosotros y nos brinda, gozosa, su baúl repleto de secretos.
Las aguas del Eresma
Lejos del tumulto, las orillas del río Eresma ofrecen la cara más amable del turismo en Segovia. La sombra de la arboleda nos permite recorrer esta parte de la ciudad, desde el orgulloso y singular barrio de San Lorenzo hasta los pies del Alcázar.
Esta área de verdor frondoso conserva buen número de huertas, molinos y tenerías, testigos de un curso de agua que fue durante siglos el motor de una floreciente industria del tejido y la cerámica. Tanto, que en 1580 Felipe II encargó que allí se erigiera una casa de moneda.
Fotografía: Turismo de Segovia