El vino históricamente fue considerado por todas las clases sociales, especialmente las de clase media y baja, un alimento y también un elemento de culto; una bebida que se consumía en el día a día. Los egipcios, los griegos, los romanos y posteriormente todos los pueblos europeos lo elaboraron y lo consumieron.
Pero no siempre como hoy en día lo conocemos; inclusive se le aromatizaba con especias, con frutas, con miel, incluso con resina. Lo que sí parece bastante cierto es que siempre ha sido una bebida con un cierto carácter de celebración, tanto religiosa como laica. También era costumbre reservar la mejor cuba, la mejor ánfora, para las ocasiones más especiales.
En la historia reciente, desde finales del siglo XVIII fueron los franceses los que se encargaron de dar al vino ese carácter especial y diferente, con la clasificación de sus suelos vitícolas, sus chateaux, etc. Sin embargo, en España es a partir de los años 70 cuando poco a poco ha dejado de consumirse exclusivamente como alimento y ha pasado a ser una bebida de placer, de acompañamiento en comidas especiales. De reunión.
Tanto es así, que parece que todo el mundo tiene que saber de vino y últimamente también hasta de viticultura, como si todos quisieran ser ingenieros, enólogos, etc., para acertar con la elección de un vino. ¡Como si fuera tan fácil!
A todos nos ha tocado alguna vez ir de invitado a una celebración familiar o de amigos, y qué mejor que llevar un buen vino, o estando próxima la Navidad pensar qué vino ponemos en las diferentes comidas y cenas.
En la actualidad, este mundo del vino ha evolucionado mucho en todos los sentidos. Solo en España, todas las zonas vitícolas se han puesto las pilas e intentan vender sus bondades, como pueden ser sus suelos, sus variedades, la edad de sus viñedos, su climatología, su altitud, su historia, el buen hacer de sus viticultores y bodegueros, etc., y resulta paradójico que para lo que unos es bueno para otros no lo es.
Si le sumamos el gran auge de las redes sociales, donde cada persona puede decir lo que quiera de un vino, de una zona, de un viñedo, y además puede colgar las fotos que crea conveniente, llegamos a un punto en el cual el consumidor ‘normal’ de vino, refiriéndome con ello al que le gusta verdaderamente el vino, ya no sabe qué vino comprar.
En relación a qué vino hay que beber y qué vino es bueno, hay mucho esnobismo y poco criterio. Si queremos homenajear a nuestro anfitrión con una botella de vino ciñéndonos a vinos españoles, la gran mayoría se iría a un tinto de Rioja o Ribera del Duero, y si fuera un blanco tranquilo, a un Rueda o a un Rías Baixas, pasando a un cava si queremos llevar un espumoso; además, dentro de nuestras posibilidades cuanto más caro mejor.
Por supuesto, luego están los que siempre llevarían un vino de la propia zona. Pues bien, esta forma de elegir un vino para un evento no creo que sea la más acertada, ni tampoco la de llevar un tinto si hay carne o un blanco si hay pescado.
Hoy en día la gran diversidad de zonas vitícolas en el mundo, de variedades de uva, de suelos, de técnicas vitícolas, de formas de elaboración, de tipos de madera, de tiempos de envejecimiento, etc., hace que acertar un vino para un determinado plato sea algo sumamente complicado, pero a la vez altamente apasionante y divertido. En cualquier caso, siempre hay una gran dosis de subjetividad.
En primer lugar, habría que considerar al menos tres aspectos distintos: qué tipo de personas van a degustar el vino, cuál va a ser el menú y, por último, dónde se desarrollará la comida. ¿Tendrá lugar en un salón interior con mantel de hilo y copas de fino cristal? ¿O será una barbacoa en el exterior, en pleno verano y con altas temperaturas? Si no conocemos ninguna de las tres, entonces lo mejor sería llevar unos bombones o a lo sumo el vino que a uno más le gusta, y así al menos poder hablar del vino y defenderlo.
Pero lo que ocurre en realidad cuando esto acontece es que, como he mencionado, se tiende a llevar un vino de alguna zona afamada y si es caro mejor, sin valorar otras opciones.
Pero vamos a suponer que conocemos a la gente con la que compartiremos el vino, en este caso y siendo prácticos, si queremos quedar bien mejor llevar el vino que les guste. Si es gente que lo que le gusta son los vinos caros, pues caro; si les gusta el vino de la zona, el de la zona; si les gusta de una denominación de origen concreta y encima caro, pues ese. Seguro que así quedaremos bien y nadie sacará defecto, ni falta alguna al vino.
También cabe la posibilidad de imponer el criterio de uno y llevar el vino que considere oportuno, pero lo que suele ocurrir en estos casos es que si no es del gusto de la mayoría, pueden pensar que o bien no se entiende de vino, o no se es especialmente generoso.
Siempre viene bien preguntar previamente en qué va a consistir el menú y cómo se va a elaborar. De este modo tendremos una información valiosa que nos permitirá al menos llevar un vino que esté en equilibrio con la comida, que armonice con ella. Para entender lo de del equilibrio hay que pensar que el vino y la comida deben ‘pesar’ lo mismo; el peso de un vino viene determinado por su concentración, su cuerpo, su tanicidad, su largo postgusto, etc.; el peso del menú viene determinado por la materia prima, su grasa, su fibra, azúcares, etc., y por supuesto por la forma de elaboración.
No es lo mismo un lechazo al horno que un chuletón a la brasa con sal gorda o unas alitas barbacoa, un bacalao al pil pil que una dorada a la sal o un lenguado menier, unos entrantes fríos que calientes, un queso fresco que curado, un guiso de rabo de toro que uno de conejo, unos ahumados que un carpaccio, etc.
Hay infinidad de combinaciones que potencian y armonizan aromas, sabores, texturas, y seguro que muchas de ellas serán válidas. No obstante, también estamos supeditados a las modas, a la nueva y, por supuesto, a la cada vez mayor cantidad de vinos nuevos que salen al mercado. Por ello, y evidentemente desde mi punto de vista, voy a citar algunos tipos de vinos que podremos llevar en función del menú.
Para un aperitivo un buen champagne brut (vino que contiene hasta 17 gramos de azúcar por litro) o extra brut (entre 0 y 6 gramos por litro), que con su acidez, sus burbujas, su frescura, acompaña perfectamente a unos canapés, aceitunas, frutos secos, un queso de leche cruda cremoso pero ligero, sushi, ostras, etc., y además es motivo de fiesta solo con el descorche.
Cierto es que estos vinos pueden contener mayor cantidad de azúcar, pudiendo ser secos (entre 17 y 33 gramos por litro) y semi secos (entre 33 y 40 gramos por litro), y por tanto pueden ser consumidos durante toda la comida incluso con algún postre no demasiado dulce.
Para los entrantes, pescados ligeros, incluso carnes de ave, mejor un blanco joven y seco que con su acidez marcada al no haber realizado la fermentación maloláctica potenciará los sabores. Un sauvignon blanc dado su característica de aromas herbáceos, bien de Rueda o del valle del Loira, australiano o de Sudáfrica, acompañará mejor a platos con especias a base de hierbas tipo albahaca, menta, cilantro, etc.
Un riesling alemán irá bien con platos con aromas a frutas. Un godello, un albariño, un verdejo, o incluso un grüner-veltliner austriaco armonizará bien con pescados al horno, y un blanco de Jerez, de palomino por ejemplo, potenciará los pescados fritos.
Los blancos fermentados en barrica suelen tener la acidez menos marcada, el grado alcohólico más elevado, son más voluminosos, poseen más textura en boca, incluso para paladares no acostumbrados pueden resultar pesados por el tanino que cede la madera. Esto vinos generalmente recuerdan a frutas exóticas, como la papaya o la piña si son de chardonnay, acompañados de alguna nota láctica y de vainilla que suele aportar la barrica americana.
En contra de lo que mucha gente cree, estos vinos no maridan bien con los pescados, ni siquiera los grasos, aunque sí con los crustáceos. Son ideales para aves, o guisos con base de productos lácteos como nata y mantequilla. Podemos llevar un chardonnay navarro, californiano, francés o australiano, aunque este último es más ligero.
Si somos atrevidos podemos llevar un vino blanco de los llamados aromáticos, como son los elaborados con variedades como gewürztraminer, viognier, moscatel (muscat). Estos vinos suelen ir bien con el tipo de cocina asiática, la cocina de fusión e incluso con quesos cremosos y con aromas realmente intensos. Son vinos para arriesgarse y dar que hablar en la mesa. También tenemos los vinos rosados, que acompañan muy bien las pastas, los arroces, los quesos ligeros, y son perfectos para una tortilla de patata.
Un vino tinto joven, ligero y afrutado irá bien con una carne ligera, un plato de cuchara, arroces, un pescado graso tipo salmón, bonito, un marmitako por ejemplo. Mejor los vinos procedentes de variedades de hollejo fino, que contienen menos polifenoles, como la garnacha, la pinot noir francesa, la sangoviese italiana, o la pinotage sudafricana son perfectos. Podemos llevarlos de zonas tan emblemáticas como Rioja, Cigales, Navarra, Campo de Borja, Borgoña, Montalcino o incluso un Chianti.
Variedades con un grosor de hollejo intermedio como la merlot, zinfandel, o malbec que permiten una crianza en barrica, dan vinos aterciopelados con un buen equilibrio alcohol-acidez-taninos que armonizan muy bien con estofados, asados y carnes a la brasa.
El vino de estas variedades puede provenir de algunas zonas de España en el caso de la merlot, de Saint-Emilion o el Pomerol francés, o incluso de zonas de lo que denominamos Nuevo Mundo (Australia, Sudáfrica, Argentina, Chile). Si nos vamos a variedades más tánicas y con un paso por barrica mayor, como pueden ser la tempranillo, cabernet sauvignon, syrah, nebbiolo, monastrell, tenemos que tener cuidado porque suelen ser vinos con más alcohol y más tanicidad.
El grado alcohólico alto y la sal provocan un cierto sabor amargo, por lo que es mejor degustarlos con platos elaborados a base de especias, guisos condimentados, asados de ternasco y carnes rojas con poca sal. Si se trata de tempranillo o cabernet sauvignon, podemos llevar un vino casi de cualquier zona de España, como Rioja, Riber, Cigales… mientras que si se trata de un syrah habrá que irse a Cigales, La Mancha o alguna otra zona donde está autorizada, y si no un australiano, un chileno, un argentino, o un vino del Ródano francés estará bien.
Un buen cabernet sauvignon del medoc francés, de California, o por qué no del Somontano o de Navarra. Los nebbiolo italianos y la monastrell de Castilla-La Mancha y Alicante.
Lo dulce no va con lo dulce
Ya por último puede darse el caso de querer llevar un vino de calidad de los que denominamos dulces, un Tokay, un vino de hielo de Niagara o alemán, un Sauternes, o bien un riesling de vendimia tardía. Desterremos que ‘lo dulce va con lo dulce’; salvo excepciones, estos vinos pueden acompañar a postres poco dulces, como un pastel templado de manzana o a base de frutas, o una tarta de queso con alguna capa de mermelada. Armonizan mejor con un foie fresco, con micuit, con quesos cremosos fuertes de leche cruda, con quesos azules tipo roquefort, stilton y también con un buen cabrales.
Como hemos visto, la cantidad de combinaciones entre vino y comida es inmensa. Solo he citado unas pocas variedades, unas pocas zonas vitícolas y unos pocos ejemplos que no dejan de ser subjetivos, pero el mundo es inmenso y el arte del maridaje no deja de ser eso, un arte, y por tanto es algo subjetivo para el creador y una aventura para el comensal. Os invito a que llevéis siempre vino y probéis nuevas experiencias.
Y lo mejor de todo lo dice el refrán “el vino es buen vino si se toma con el amigo”.