Ricardo Ortega
El Museo Nacional de Escultura vuelve a apostar por el diálogo entre las obras de la época clásica y los artistas contemporáneos, y en esta ocasión se ha escogido a Juan Haro, escultor cuya carrera transcurrió en los años centrales del siglo XX.
Maestro de talla directa, sus obras nos muestran un espíritu de búsqueda. Y lo que persigue es lo mismo que todos tratamos de encontrar, que es el cuerpo del otro, el sexo, lo que da sentido a la vida. Por eso su ‘Piedad’ está formada por una simia y su bebé. Y por eso mismo nos regala un Adán que, como primer humano, es un gran gorila. Qué si no.
La colección permanente de la Casa del Sol, o del Palacio del Conde de Gondomar, esa otra sede del Museo Nacional de Escultura, es un homenaje a la réplica, una puesta en valor de la copia, en este caso de los clones obtenidos a partir de las figuras clásicas. Por eso sus paredes hablan de la proporción, de la importancia del cuerpo desnudo, y por eso marida tan bien con la obra de Juan Haro.

La muestra resultante es un recorrido por el contraste, para el que se dan algunas pistas, más sugerencias que certezas. Si se defiende que las obras clásicas que nos han llegado mutiladas tienen más sentido de esta manera, cómo atreverse a glosar el diálogo entre dos universos creativos tan dispares, o quizá no tanto.
Merece la pena detenerse ante el ‘Pigmalión’ soñado por Haro, la evocación del artista sobre tal nombre, cuya habilidad y anhelo dotaron de vida a la figura salida de sus manos.
Esta propuesta del museo con sede en Valladolid persigue reivindicar el legado del artista almeriense y su protagonismo en la historia de las representaciones figurativas. La exposición se abre por lo tanto como una puerta al conocimiento de este autor que sorprenderá a sus visitantes.

La exposición discurre a lo largo de varios ámbitos en los que se tratan diversas temáticas. Principalmente el cuerpo humano, pero también la representación de la unidad, el movimiento, el ritmo o la muerte.
La sala concentra un intento, acotado mediante apenas cuatro apuntes: su imagen, una escueta síntesis de toda una trayectoria vital y, esencialmente, dos obras. Con la primera de ellas: Eva. Maternidad gorila. Haro se interna en las capas más profundas del ser consciente, impulsado por una búsqueda que, en su raíz, no resulta tan ajena a aquellos primeros intentos de captar la esencia del ser humano.
Si Haro comparte con los primeros escultores clásicos el interés por la indagación en el sustrato profundo de la realidad, también coincide con ellos en el campo de búsqueda: el cuerpo humano, tema central del arte griego en su momento de plenitud. Por supuesto, 2.000 años no han pasado en balde, ni para la sociedad ni para el arte, y Haro formula preguntas y respuestas con un tono propio que, no obstante, no empaña un lenguaje común.
Tal es al menos, lo que cabe observar contrastando su Ícaro II a la copia del Discóbolo que forma parte de la colección permanente. El movimiento potente pero contenido del segundo constata con la descoyuntada desesperanza del primero.

No obstante, y por debajo de las circunstancias un mismo ser, habita ambos cuerpos. Y otro tanto ocurre con el Saltador, quien despliega todo el esfuerzo vital que el lanzador de disco encierra en su hábil yuxtaposición de triángulos.
En esta sección se propone repensar las réplicas a la luz de lo que sugieren algunas de las obras de Haro a propósito de máscaras y espejos, es decir, a propósito del rostro.
Escrutar y ocultarnos son los dos hilos argumentales entre los que se teje esta relación. El reflejo de Mi Venus del espejo es uno de los recursos para la aproximación a esa parte de nuestro cuerpo, definitoria por excelencia, y cuya imagen nunca nos es del todo exacta. Como tampoco lo son, pese a su fidelidad y viveza, los Retratos de El Fayum, estampas resultantes de un mismo afán de conocer, pero obtenidas no vía especular, sino a través de una mirada ajena, la de un ‘medium’ que describe ese eterno objeto de interés, a la vez íntimo y público.

En el otro extremo, la máscara: el rostro encubierto, potenciado o borrado. En El actor alienado Juan Haro nos habla de ambos, de la desproporción de la máscara con respecto a aquello que oculta y el precio que paga quien así se borra. Aunque esa pseudoidentidad nos sobreviva a veces, incluso anulando nuestra verdad, como en el caso de la Máscara de Agamenón.
Al igual que ocurre con otros buscadores de lo esencial, el esfuerzo en la exploración de la forma no deja de aportar sus propios frutos, riquezas que salen al paso del buscador. Una de ellas es la del dominio de los recursos empleados, algo que algunos narradores han descrito como el resultado de una cierta unificación volitiva entre herramienta, mano y cerebro.
Y cuando tal destreza se reconoce a sí misma se convierte en otro motor y se lanza a explorar sus propias capacidades. Llega así, por ejemplo, a sondear las posibilidades expresivas del reposo como anécdota (Fauno dormido, o Mercurio sentado). O también, en una indagación que podemos considerar más elevada, a buscar la expresión de la belleza.

Como también hicieran los griegos, Haro se adentra en esta aventura entregándose al experimento de la curva, y eligiendo, como ellos, el cuerpo femenino como punto focal. Así, se percibe una cierta rima entre la curvilínea armonía de la Bacante del cabrito y el Desnudo de Haro. Más anecdótica y circunstancial la primera, más esencial y densa la segunda, muestran en ambos casos el deleite de sus autores en la línea ondulada.
Del amor y la muerte. Los grandes temas de la existencia humana no podían ser ajenos a la completa y compleja trayectoria de Juan Haro. Y aquí se recogen dos de ellos, el amor y la muerte. Estos polos opuestos, que a veces parecen atraerse, configuran el último de los capítulos de la propuesta de la Casa del Sol.
La fusión amorosa del Beso o Abrazo apasionado, aparentemente semejantes pero profundamente distintos, se alinean en este recorrido mental con los volúmenes esféricos de Maternidad doble o Huérfanos, conformando uno de los extremos.
Luchadores y, sobre todo, La loca y su hermoso, están en la otra orilla, la del final. Pasión, lucha y desamparo, de algún modo conectan con la triste historia del regreso de la amada al inframundo, narrada en nuestro Mercurio, Orfeo y Eurídice: la representación de una hazaña impensable que, casi por azar, acaba en el fracaso que toda vida lleva impresa al nacer.

Cien años de réplicas
El Museo Nacional de Escultura, una institución casi centenaria originariamente dedicada a la escultura española de la Edad Moderna, recibió en 2011 un inmenso legado: la colección de réplicas del Museo Nacional de Reproducciones Artísticas, que quedó extinguido.
Al año siguiente se acondicionó uno de los mayores espacios del museo para acoger una muestra que celebraba la incorporación del conjunto. De este modo, la Casa del Sol pasó a exponer una selección de copias de obras de arte clásico, casi todas centenarias, que, en una sala distinta y ya icónica, ampliaban el marco cronológico y conceptual del museo.

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Reportaje gráfico, Ricardo Ortega Bombín