Mujeres pioneras en el campo de la arqueología medieval española, las dos tuvieron que luchar contra gigantes para ser reconocidas como las grandes científicas que fueron
Rafael Varón
En los días que apunto estas líneas, los 102 años que atestiguaban la vida de Esther Loyola han llegado a su fin. Ha sido en su hogar de adopción, en Miranda de Ebro. Su amiga y colega, Josefina Andrío, nos dejó antes, en 2005, también la ciudad ferroviaria.
Este que firma conoció a ambas, en persona, en el año 1999, cuando estaba empezando su carrera como arqueólogo, interesado en la romanización de esta tierra surcada por el Ebro que compartí con ellas. Obviamente, ya las había leído, pero hasta ese momento no habíamos cruzado nuestros caminos.
En aquella ocasión, siendo ya señoras de edad avanzada -cerca los 80 años ellas- estuvieron prospectando conmigo los terrenos de Arce-Mirapérez, que antes, mucho antes, se había llamado Deobriga. Prospectando, sí. Como buenas arqueólogas que eran, estaban recorriendo un terreno del que ellas ya sabían, como de tantos otros espacios y tantas otras técnicas de investigación arqueológica que habían practicado en su vida.
Porque ellas habían cursado sus estudios de Historia y de Arqueología en aquellos duros años del final de la Guerra Civil y de su terrible postguerra. En los años 60 se integraron en el equipo del doctor Alberto del Castillo, de la Universidad de Barcelona. En esos momentos se estaban iniciando los estudios de Arqueología Medieval. No entraremos en detalles, pero todavía hoy a aquellas personas que no nos dedicamos a la Prehistoria se nos sigue motejando de “periodistas”. Aquella primera Arqueología Medieval todavía se practicaba, incluso, en las “afueras” del medievalismo.
Josefina y Esther aportaron ciencia, método, pasión, artículos, conferencias, difusión…
El equipo de Del Castillo participó en la apertura de yacimientos medievales, necrópolis y despoblados en La Rioja, Soria y Burgos. Algunas de ellas tan espectaculares como la de Santa María de Tejuela, en Villanueva de Soportilla, allí donde el Ebro marca la diferencia entre Castilla y León y el País Vasco. Les recomiendo la visita a este lugar. Allí comprenderán la magnitud del emplazamiento, su interesantísima Historia, y serán capaces de hacerse cargo del enorme trabajo arqueológico que supuso aquella excavación, probablemente una de las necrópolis excavadas en roca más amplias y singular de esta parte de nuestro territorio.
La muerte de Alberto del Castillo parece que provocó un paso adelante en la carrera arqueológica de ambas. Ellas se mantuvieron como equipo, asumieron el diseño y la dirección de nuevos proyectos, continuando con los trabajos medievales y colaborando con otros de gran interés, como el de Cabriana, entre Comunión (Álava) y Miranda de Ebro.
Su propia iniciativa las llevó a documentar necrópolis y otros elementos por el final del Alto Ebro y el inicio de su valle, actuando sobre despoblados medievales como el conjunto de Santa María de la Piscina, otro lugar digno de visita y apreciación, en nuestra vecina La Rioja.
Al mérito científico de las actividades ejecutadas hay que añadir un continuo batallar contra algunos gigantes. Su condición de mujeres, jóvenes, que no pertenecían al estamento universitario, y que se dedicaban a una materia poco atractiva para la torre de marfil científica, daban algunos resultados indignos. Sus participaciones en los congresos nacionales de Arqueología se producían en los “minutos de la basura”: ¿qué podían aportar esas dos señoritas que se dedican al ‘periodismo’ de la Arqueología española?
Pues algo aportaron. Ciencia, método, pasión, artículos, conferencias, difusión, actuaciones sobresalientes que han derivado en un mayor conocimiento de nuestra Edad Media. Y, en algún caso, su aportación también supuso un retorno económico evidente a través de la explotación turística de algunos de estos emplazamientos.
A mí me aportaron algunas cosas más. Muchísimo cariño. Ambas me acogieron con amabilidad extrema, con un respeto que un “novato” todavía no había conocido, y una pila de separatas que todavía están por mi biblioteca y en las que volcaron su maestría.
Ambas se han marchado. Nos ha invadido la tristeza. Ojalá la tierra les sea leve a las dos.