Esta escultura de 21 metros de altura es uno de los símbolos más reconocidos de Palencia. ¿A quién debemos tal vista?
Ricardo Ortega
La obsesión por viajar a miles de kilómetros y compartir un selfie tomado ante un icono glamuroso ha contribuido a que muy pocos españoles tengan noticia de una joya menos conocida, pero mucho más cercana: el Cristo del Otero, que con 21 metros es de las reproducciones de Jesús más grande del mundo.
La ciudad de Palencia alberga esta mole de piedra y granito erigida en solo tres meses por el escultor Victorio Macho, un palentino universal que formó parte de la elite cultural española del siglo XX. Fiel a la República, conoció el exilio y repartió sus obras entre las dos ciudades que rivalizaron por su corazón, Toledo y Palencia, aunque escogió la cripta situada a los pies del Otero para el descanso de sus restos
La figura de Victorio Macho es la de un intelectual y artista que, a diferencia de tantos otros, consiguió ser profeta en su tierra. La condición de creador maldito, adscrito al bando de los perdedores de la Guerra Civil, no impidió que la ciudad del Carrión le rindiera numerosos homenajes en vida y hoy le recuerde por la escultura que mejor representa a ambos: el Cristo del Otero. Erigido en 1930 como faro de la fe católica en pleno paisaje de Tierra de Campos, este sagrado corazón todavía desafía la horizontalidad del paisaje gracias a sus proporciones ciclópeas: 21 metros de piedra y hormigón armado sobre el cerro del Otero, una altura emblemática de la ciudad.
Macho nació en 1887, lo que le hizo vivir a caballo entre dos siglos y entre dos concepciones del arte casi irreconciliables: el realismo plástico y los latidos neocubistas y surrealistas que ponían en cuestión una tradición creadora de cinco siglos. Para el historiador Emilio García Lozano, el mérito “genuinamente machoniano” residió precisamente en “hacer de correa transmisora entre dos formas de ser, vivir y pensar casi antagónicas; dos gustos estéticos tan distintos como bellos dentro del marco en que cada uno se mueve”.
Cultivó el trabajo manual en el taller de ebanistería de su padre y con diez años se desplazó con su familia a Santander, donde ingresó en la Escuela de Artes y Oficios y en el taller del escultor José Quintana. Más adelante, y pensionado por la Diputación de Palencia, se trasladó a Madrid para ingresar en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Resulta revelador de su carácter rebelde e inconformista el que fuera conocido por sus compañeros por el mote de ‘El Selvático’.
Un renovador de la escultura
Con los años, Victorio Macho se integró en un conjunto de escultores que propugnaba una renovación de la escultura frente al academicismo imperante. Participó de forma activa en la vida cultural del Madrid del primer tercio de siglo, con memorables veladas en su estudio y en los cafés Levante y Pombo, durante las que entabló amistad con Valle-Inclán, los hermanos Machado, Ricardo Baroja, Penagos, Solana y Gregorio Marañón, quien le hizo su primer gran encargo: el sepulcro del doctor Llorente. También esculpió a Miguel de Unamuno y a Ramón y Cajal.
Símbolo de esa relación con la elite cultural llamada a traer la modernidad a España, el genio palentino contrajo matrimonio con una cuñada de Guiomar, el amor platónico de Antonio Machado. De entre las obras realizadas en esos primeros años destaca la dedicada a su hermano Marcelo, fallecido entonces. Realizada en granito y mármol, se trata de “la más hermosa escultura yacente de nuestro siglo”, en palabras de José Marín Medina.
El espíritu innovador y poco dado al conformismo de Macho también tuvo su reflejo en la política: de ideología liberal y republicana, se exilió en 1923, al producirse el golpe de Estado de Primo de Rivera. De nuevo en España, el obispo de Palencia Agustín Parrado le encarga -en 1927- la que sería la mayor de sus obras, el Cristo del Otero, adaptación terracampina del sentimiento religioso imperante por aquellas fechas: la devoción al Sagrado Corazón como homenaje al Jesús hombre.
El mayor obstáculo que debió salvar fue el económico. Con un presupuesto inicial de 187.000 pesetas, Macho se vio obligado a prescindir de materiales como el bronce, los mosaicos dorados o las incrustaciones de marfil en los ojos, hasta llegar a un coste de 100.000 pesetas, más asumible para un proyecto sufragado por suscripción popular. Los trabajos se ejecutaron en un plazo sorprendentemente breve para una obra de sus características, entre junio y octubre de 1930, pero diferentes circunstancias hicieron posponer la inauguración oficial hasta un año después. Paradojas de la historia, la presentación de esta escultura religiosa se hizo sin excesivo boato, en armonía con el espíritu laico que trajo la II República.
El artista defendió la verticalidad de su obra al señalar que “si pretendemos expresar algo que se eleve entre la tierra y el cielo […], nuestra obra requiere ser definida por medio de aristas y planos verticales; sólo así nos será posible retar a este paisaje imponente por su grandiosidad”.
1936 debía haber sido un año alegre para Victorio Macho, ya que fue nombrado académico de Bellas Artes de San Fernando. Pero estalló la Guerra Civil y debió trasladarse a Valencia, junto al Gobierno republicano, para pasar a Barcelona y después abandonar España camino de París y, posteriormente, Bogotá. En 1940 se trasladó a Lima y contrajo matrimonio con Zoila Barrón, 35 años más joven que él y musa de su creación hasta el final de sus días. Con ella regresó a España en 1952, junto a 15 toneladas de esculturas realizadas durante su estancia americana.
Instalado en Toledo, el matrimonio visitaría la ciudad de Palencia para recibir diferentes homenajes, así como para realizar algún encargo del Ayuntamiento, como el homenaje a Berruguete -el genio de Paredes de Nava- que hoy preside la Plaza Mayor. A su muerte, en 1966, donó toda su obra al Estado español. Gran parte de su trabajo quedó en la Casa Museo de Victorio Macho en Toledo, pero este artista irrepetible quiso que sus restos descansaran a los pies del Cristo del Otero, la gran escultura por la que pasó a la historia.
Una relación tormentosa con Palencia
La relación de Victorio Macho con Palencia no siempre fue un lecho de rosas. Dejó la ciudad como hijo de un modesto ebanista y regresó como héroe, con el encargo de erigir la mayor escultura de Cristo en Europa. Pero la vida da muchas vueltas y, tras dos décadas de exilio, volvió a recorrer las calles de la ciudad con la sensación de ser un desconocido… o algo peor. Fueron muchos quienes antaño lo agasajaban y, a su regreso, le negaron el saludo para no ser marcados como enemigos del régimen. Incluso se vio sometido a la humillación de que un agente le pidiera que se identificara.
Episodios así pudieron estar en el origen de la decisión de fijar su residencia -y la futura sede de un museo dedicado a su obra- en Toledo. También es relevante el papel de su segunda mujer, Zoila, quien prefería la cercanía a Madrid frente a una ciudad desconocida para ella. Se debe agradecer al ex alcalde Juan Mena de la Cruz el esfuerzo por reconciliar a la ciudad con su hijo pródigo. Este primer edil debió soportar las críticas de los ‘ultras’, y del mismo Franco, ante la decisión de rendir diferentes homenajes al escultor, incluido el encargo de la estatua de Alonso Berruguete que preside la Plaza Mayor.
Un museo al aire libre dedicado a Victorio Macho
El Cristo del Otero es la más representativa, pero no la única obra de Victorio Macho con la que se puede topar el turista en su visita a Palencia. La mole de cuatro metros y medio del Campesino ibérico, en el primer tramo de la avenida de Asturias, saluda a quienes acceden a la ciudad desde Tierra de Campos. Se trata de una realización de Luis Alonso a partir del boceto que dejó Macho, al igual que la escultura de la Aguadora, junto al Ayuntamiento.
Al otro lado del edificio, en la Plaza Mayor, se encuentra el monumento a Berruguete erigido por el propio Macho en 1963. Las reproducciones del monumento al almirante Grau -realizado en Lima-, situadas en el parque de los Derechos Humanos y en las Huertas del Obispo, cierran el recorrido por este museo al aire libre.
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// Fotografías de Palencia Turismo