Los territorios rurales cuentan con un recurso turístico, en muchos casos desconocido, que contiene una parte importante de la historia de nuestro país. En el caso del telégrafo óptico supone uno de los primeros escalones en la vertiginosa carrera de la comunicación, que parece no tener fin
Texto y fotos: Raúl G. Leralta
En muchas ocasiones viajando en nuestro coche, principalmente en el tramo de la carretera nacional que une Madrid con Valladolid, o en su continuación por la N-620, paralela al río Pisuerga hasta Palencia, o incluso cruzando el Cerrato dirección Burgos y desde allí camino de Vitoria, hemos divisado en zonas altas, estratégicas, y en diferentes estados de conservación unas torres de planta cuadrada, de unos siete metros de lado y casi doce de alto, normalmente con planta baja y dos alturas, con ventanas en cada planta.
Estas torres, diseñadas por José María Mathé Aragua, ingeniero militar y coronel del Estado Mayor, eran la base de un ambicioso proyecto de comunicación basado en la telegrafía óptica, que fue diseñado en 1844 por la Dirección General de Caminos y cuyo objetivo era configurar una red telegráfica que enlazara Madrid con todas las capitales de provincia del territorio nacional.
Posteriormente se desarrollarían las líneas Madrid-Aranjuez, la red telegráfica a los Reales Sitios e incluso una red telegráfica militar en Cádiz, y se dio un uso importante durante las guerras carlistas en la zona de Navarra y La Rioja por parte del ejército isabelino.
No cabe duda de que el envío de mensajes codificados a largas distancias ha sido una necesidad humana a lo largo de los siglos. El origen de las torres del telégrafo óptico se sustenta en el uso de señales acústicas o visuales (señales de humo, uso de tambores, hogueras…) y en los sistemas de correo antiguos mediante caballerías, usando postas, como estaciones en las que el jinete transfería el mensaje que era transportado por otro. Pero hay que considerar que la velocidad media de un caballo al galope ronda los 20 kilómetros por hora.
El ideólogo de la telegrafía óptica fue el francés Claude Chappe a finales del siglo XVIII. Diseñó un sistema de comunicación que permitía el envío de mensajes a largas distancias y de forma rápida, en comparación con los métodos tradicionales. Con la ventaja, además, de que no era necesario el uso de animales, electricidad o cableados.
El funcionamiento era muy sencillo. Una serie de torres separadas a una distancia suficiente permitía desde cada una, y mediante instrumentos ópticos, tener visualización de la torre anterior y de la siguiente. Todo ello unido a una estructura articulada denominada semáforo, que sobresalía en lo alto de la torre y que permitía dibujar una serie de figuras que coincidían con mensajes cifrados, recogidos en el denominado libro de códigos.
El semáforo estaba constituido por un poste y dos brazos, cada uno de los cuales permitía siete posiciones diferentes. El poste, a su vez, permitía cuatro posiciones distintas, lo que permitió una combinación de hasta 196 figuras diferentes: palabras, letras, números e incluso frases hechas.
Este sistema básico fue desarrollado en nuestro país gracias al apoyo de Carlos IV, mejorando la velocidad y facilidad de lectura y simplificando el manejo. Los artífices fueron dos importantes personajes de la época, ya en los primeros años del siglo XIX: el fundador y primer director de la Escuela Oficial del Cuerpo de Ingenieros de Caminos de España, Agustín de Bentancourt, y uno de los relojeros suizos más prestigioso de todos los tiempos, Abraham Louis Breguet, conocido entre otros méritos por inventar el espiral Breguet o el volante Torbillon, y por realizar las primeras modificaciones para idear el reloj de bolsillo, como paso previo a los actuales relojes de pulsera.
Dentro del ambicioso proyecto del mencionado José María Mathé Aragua únicamente se llevaron a cabo tres líneas: la línea de Andalucía (Madrid-Cádiz), la línea catalana (Madrid-La Junquera) y la línea que atraviesa Castilla y León, conocida como la línea de Castilla (Madrid-Irún).
La línea de Castilla, que comenzó a funcionar el 1846, se diseñó con 52 torres y discurría por las provincias de Madrid (con seis torres), Segovia (siete torres), Valladolid (seis), Palencia (cuatro), Burgos (once), Álava (cinco), Navarra (tres) y Guipúzcoa (diez).
Dentro de Castilla y León, aún podemos observar en buen estado las torres de Codorniz y Labajos, en Segovia, y Adanero, en Ávila, esta última restaurada; vestigios en Almenara de Adaja, Olmedo y Mojados en Valladolid; las de Dueñas y Tariego de Cerrato en Palencia, y también restos de las torres burgalesas de Prádanos de Bureba y Campajares (en el municipio de Bujedo).
Estas torres singulares nos recuerdan que contamos en nuestros territorios rurales con un recurso turístico, en muchos casos desconocido, que contiene una parte importante de la historia reciente de nuestro país y que en este caso supone uno de los primeros escalones en la vertiginosa escalera de la comunicación, que parece no tener fin.