El optimismo de la salida del confinamiento se ha tornado ya en nostálgica esperanza. Pudimos salir brevemente, pudimos volver a ver el sol luminoso en ese cielo azul de la estepa castellana allá por el mes de julio. Disfrutamos de paisaje y paisanajes a los que echábamos de menos.
Y ahora que el panorama apunta a dramático -como toca, por otra parte-, me ha podido la melancolía y me he puesto a recordar y a querer volver a los sitios donde mis recuerdos son, necesariamente, buenos. Una melancolía esperanzada, claro. Un estado no de alarma y sí de querer terminar con esta temporada negra.
Durante todos estos meses hemos intercambiado mensajes y noticias con amigos repartidos por un mundo electrónicamente cercano. Nuestra mente colectiva y familiar siempre ha tenido un hueco para Fulvia. Para las menudas de la casa, la nonna Fulvia.
Hace ya una década que la tecnología y un algoritmo de búsqueda por internet nos llevó hasta su casa. Un coquetísimo apartamento en un punto bastante céntrico de una capital europea en la que el idioma era una dificultad, relativa quizá, pero dificultad, al fin y al cabo.
Llegamos una tarde muy fría de un febrero muy frío que en su casa se tornó en una sorpresa cálida y luminosa. No nos costó entendernos: su excelente inglés, su querer hacer por hablar castellano, y sus años de experiencia en este tipo de hospedajes facilitó enormemente la estancia.
Nos enseñó dónde y cómo ir a los sitios que queríamos visitar, o a los que no habíamos considerado pero que podían ser interesantes y que estaban camuflados en guías que ella misma había ayudado a redactar. Aprendimos, a su lado, dónde estaban las tiendas buenas del barrio (pleno de trampas para guiris) y ese largo etcétera de cosas necesarias para movernos por el entorno inmediato -el de la supervivencia- y por los parajes más lejanos -los del turismo-.
Esas buenas sensaciones las hemos mantenido durante una década y, obviamente, han aumentado con el paso del tiempo. Porque hemos repetido, casi año por año, nuestra estancia en la que había sido su propia casa.
Diez años de roce han propiciado mucho cariño. De la tradicional felicitación navideña hemos pasado al intercambio de fotos de los nacimientos de nuestras hijas contra las de sus nietos. La confianza en su buen hacer y criterio nos permitió explorar aquella ciudad, en pareja primero, en familia después. Y lo hicimos sintiéndonos cada vez más seguros, sabiendo que su casa era el sitio al que podíamos llamar hogar cuando estábamos allí.
La vida, esa que sigue contra la pandemia, nos ha dejado sin esa casa, pero nos deja una amistad que ha trascendido la relación profesional anfitrión-huésped.
Supongo que esta nostalgia de un pasado muy reciente no es solo de mi propiedad. Imagino que algunos de los lectores que miran estas páginas habrán vivido, o viven, esta situación.
Entiende uno, quizá erróneamente, que esta situación es más propia de sitios pequeños, de espacios regentados por pocas personas que puedan hacer mejores contactos con las visitas. No desdeño a las grandes cadenas hoteleras, o a los gestores de pisos turísticos, con quienes notas -con los buenos- que el trato es amable, servicial y cercano. Pero no es lo mismo atender a la clientela tras un mostrador que, prácticamente, tomarlos de la mano y llevarlos por tu casa y tus espacios convirtiendo la estancia en una experiencia personal y auténtica.
También es cierto que esta cordialidad debe ir en los dos sentidos. Tratar con educación y empatía a quien te está atendiendo en su hogar, o a los profesionales del sector, siempre debería redundar en beneficio mutuo. Sí, acabo de descubrir el Mediterráneo que se esforzaron en mostrarnos nuestras madres…
Sirvan por tanto estas palabras melancólicas de homenaje a aquellos anfitriones que acogen a sus huéspedes con cariño, bonhomía y profesionalidad, incluso más allá de lo que nos merecemos.
Obviamente, nuestros pensamientos siguen con Fulvia, con su familia, con nuestra casa en su ciudad, con las ganas de que esto termine y podamos reencontrar esos lugares y esas personas que nos hacen, sobre todo, felices.
Reportaje gráfico: El vallisoletano palacio de los Marqueses de Valverde y el Acueducto de Segovia, pequeñas píldoras para tratar la añoranza de Italia sin salir de Castilla y León. Autor: Ricardo Ortega Bombín