Yago Costoya
El plano urbano de Valladolid no se entiende hoy sin conocer cómo era el de ayer, pues en la antigua ciudad un tímido río serpenteaba entre sus viviendas y símbolos arquitectónicos. Una villa desarrollada y marcada por el pulso del Pisuerga, pero más todavía por uno de sus afluentes, el Esgueva, cuya presencia se ha ido difuminando en el mapa con el paso del tiempo, perdiendo fuelle y dando zancadas cada vez más cortas.
El Esgueva, nacido en Peña Cervera, en la provincia de Burgos, alcanzaba Valladolid en su último tramo y dejó rastro de una de las teorías que existen en torno a la palabra ‘Pucela’. Esta señala que el término hace referencia al mal olor (pucela como derivación de poza) que generaba este curso de agua debido a la falta de un saneamiento adecuado.

“¿Qué lleva el señor Esgueva?”, se planteaba Luis de Góngora, uno de los grandes poetas y dramaturgos del Siglo de Oro, cuyos versos resultaron en rivalidad con otro de los literatos más notables de la época, Francisco de Quevedo.
Lo cierto es que el Esgueva sirvió durante cientos de años de aliviadero a cielo abierto, recibiendo inmundicias que teñían su caudal de un aspecto pestilente y que resultaban en la propagación de enfermedades cuando se desbordaba.
En ese entonces se hablaba de las Esguevas, pues contenía dos ramales que abrazaban a la Valladolid pasada. Orillas que sirvieron para abastecer huertas y para la instalación de molinos y otros artefactos, que aprovechaban y, al mismo tiempo, contaminaban sus profundidades.

Los dos brazos del Esgueva
Jesús Misiego y José Ignacio Díaz publicaron en ‘Valladolid y el río Esgueva. Una historia de encuentros y desencuentros’, aproximación histórica y arqueológica al paso del cauce fluvial por la ciudad.
Según la publicación, la plaza de las Batallas y la de los Vadillos daban la bienvenida a la entrada del ramal sur en la ciudad, que continuaba su curso por la actual calle del Doctor Montero, donde se ensanchaba el cauce y se encontraba un salto de agua que aportaba fuerza motriz en el siglo XVIII a la antigua tejería de La Cerámica.
El recorrido proseguía por la calle Pérez Galdós y por la plaza Circular, también llamada de las Puertas de Tudela, en honor al vado que allí existía sobre el cauce.

A continuación el conducto se ampliaba y aumentaba su profundidad, siguiendo por la calle Nicolás Salmerón, la plaza del Caño Argales, la calle Dos de Mayo, la plaza de Madrid y la calle Miguel Íscar, cruzando la calle Santiago, la calle María de Molina y trascurriendo por debajo de la parte trasera de la Academia de Caballería, hasta desembocar en el Pisuerga, en las inmediaciones del actual puente de Isabel La Católica. Su trayectoria traspuesta al plano actual de la ciudad es de 2,42 kilómetros.
Por su parte, el ramal norte se introducía en Valladolid por el Prado de la Magdalena y continuaba por las actuales calles Sanz y Forés, Paraíso, Marqués del Duero, Solanilla, Magaña, plaza de Portugalete, Bajada de la Libertad, plaza de Cantarranillas, calle Platería, plaza del Val, calle Sandoval, San Benito y plaza del Poniente.
Atravesaba el paseo de Isabel la Católica y desaguaba en el Pisuerga bajo el puente del Poniente, tras un recorrido de unos 2,5 kilómetros. Contó con un afluente, conocido como arroyo de la Cárcava, que dejó su toponimia en la calle Núñez de Arce, antiguamente nombrada de esta manera.

Modificaciones
La intensidad de las lluvias en el invierno del 1788 provocó la crecida del río y la consiguiente inundación de una gran parte del caserío, especialmente la que estaba rodeada por el brazo norte, el centro de la ciudad. En este momento se tomaron algunas medidas para paliar los peligros de las epidemias, surgiendo los primeros planteamientos de suprimir el Esgueva interior.
Para solventar los problemas se decantaron por el soterramiento o «cubrimiento», un proyecto que inició en 1848 y que transformó el paisaje urbano, ganándole terreno al río y levantando nuevos espacios como el mercado del Val o la plaza de Poniente.
De esta manera, numerosos puentes que conectaban lo que los dos brazos del Esgueva trataban de separar, hoy en día permanecen ocultos bajo el pavimentado de numerosas calles del casco urbano. El puente de la Reina, en el parque de los Viveros, es uno de los pocos vestigios que nos transportan al antiguo cauce.
Los vallisoletanos caminan y hacen sus vidas sobre un episodio casi olvidado de la historia de su ciudad, lo que el Ayuntamiento ha planteado en algún momento remediar mediante el acondicionamiento de un paseo subterráneo que indague en las entrañas del Esgueva. A día de hoy, desde la sala de exposiciones de San Benito puede contemplarse el puente de San Benito, encargado por el alcalde Miguel Íscar y situado bajo el actual complejo monástico.

¿Desviar el río?
Lo cierto es que las obras que se propusieron a mediados del siglo XIX fueron incapaces de contrarrestar la insalubridad del Esgueva, pues la verdadera necesidad radicaba en gestionar las aguas residuales.
En 1890, tras un minucioso estudio del estado de los dos ramales, el ingeniero Uhagón hizo realidad el ansiado plan de saneamiento, que se focalizaba en la construcción de alcantarillado con un plan de reciclaje que trasportase las aguas sucias, una vez depuradas, al pinar de Antequera.
También se preveía el desvío de ambos brazos y el drenaje del Prado de la Magdalena. A esto añadía lo que él denominaba ‘saneamiento de la habitación’, en el que proponía al Ayuntamiento que obligase a los propietarios de las viviendas a disponer de desagües que siguieran las normas de higiene pública.

Las obras sobre la propuesta del desvío se llevaron a cabo durante los primeros años del siglo XX. La intención era alejar esta desviación de la población. No obstante, el crecimiento demográfico que experimentó la ciudad fruto del éxodo rural dio pie a la construcción de nuevas viviendas, que terminaron por rodear el nuevo cauce. Los nuevos vecinos conocieron inundaciones en 1924 y 1936.
El río alcanzó su estado actual en 1995, cuando se arregló su cauce y quedó integrado en la ciudad. El Esgueva que baña nuestros días es un canal artificial y domesticado que parte del cauce natural del río antes de su entrada en la ciudad. Los brazos sur y norte se unieron en las inmediaciones del Prado de la Magdalena.

Duelo de plumas
Mucho tuvo que ver el Esgueva, al parecer, en la legendaria enemistad que enfrentó a dos genios de las letras españolas como Góngora y Quevedo. Recalaron en la ciudad del Pisuerga (y del Esgueva, diremos a partir de ahora) al situarse en ella la capitalidad de España entre 1601 y 1606.
El cordobés Luis de Góngora y Argote, padre del culteranismo, escribió diferentes sátiras contra la suciedad del Esgueva y se enemistó con Quevedo, a quien acusó de imitar su poesía satírica bajo pseudónimo.
Francisco Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos era madrileño, noble y 20 años más joven que Góngora. Entre 1601 y 1605 estudia en la Universidad de Valladolid, en un periodo en el que empiezan a circular unos primeros poemas en los que parodia el estilo del cordobés.

Si hemos de creer lo que se escribió desde entonces, aquellos manuscritos circularon bajo el seudónimo de Miguel de Musa, si bien Góngora detectó con rapidez al joven que minaba su reputación y ganaba fama a su costa. Por eso decidió atacarlo con una serie de poemas. Quevedo, o alguien que se hacía pasar por él, le contestó, y ese fue el comienzo de una enemistad que no terminó hasta la muerte del cisne cordobés, quien dejó en estos versos constancia de la deuda que Quevedo le tenía contraída:
“Musa que sopla y no inspira / y sabe que es lo traidor / poner los dedos mejor / en mi bolsa que en su lira, / no es de Apolo, que es mentira”.
Tanto la historia del río como el enfrentamiento entre dos grandes escritores parecen motivos sobrados para, a partir de ahora, recorrer las calles de Valladolid con una mirada bien diferente.