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Valladolid, capital de la escultura del Siglo de Oro (I)

La ciudad recuperó durante cuatro meses la capitalidad de la escultura del Siglo de Oro español gracias a las exposiciones de Fernández-Montañés y Luisa Roldán

Alberto y César Fernández

Nada de madera trabajada con maestría y precisión en los talleres de Valladolid y Sevilla, en la complejidad de una época exuberante, dramática y de fuerte carga emocional, dará comienzo a nuestra visita. La celebrada en la Iglesia Metropolitana de la Santa Catedral de Valladolid, donde nos muestra a Gregorio Fernández en su faceta más impresionante, acompañado de su homólogo J. Martínez Montañés.

Para incoar en el discernimiento artístico de la Gubia del Barroco y el Dios de la Madera, la piedra, la pintura y unos viejos y polvorientos libros bastarán, de momento, para introducirnos en sus vidas; camino que ahora recorreremos junto a ellos, a través de una pequeña pero rica parte de su extenso legado.

«El Origen de Dos Estilos», Pompeo Leoní y Jerónimo Francisco García son las corrientes de las que se imbuyen ambos genios. Es reconocido como el “Insigne” a Fernández y el prestigio universal, que el propio Felipe IV “el escultor de mayor primor que ay en estos mis reynos”, “no ha de haber en este mundo dinero con qué pagar lo que dejare hecho” y Juan Martínez Montañés el Lisipo Andaluz, el Dios de la madera como se le conoce. Del matrimonio del bordador Juan Martínez y Marta González que nace en 1568 el único varón de la familia, que luego se convertiría en el genio de la escultura andaluza.

El “Calvario del Retablo Mayor del Convento de San Diego”, es una buena muestra de la disposición y el tratamiento de los paños del que Fernández toma buena nota.

Montañés tiene un expendido arquetipo en el “Crucificado” de Jerónimo, que trata el modelado del cuerpo y de los redondeados y abultados pliegues del perizonium de formas refinadas.

Santo Domingo de Guzmán en Gloria, obra de Gregorio Fernández.

Pero será de la mano de Francisco del Rincón en Gregorio Fernández y de Pablo de Rojas para Martínez Montañés, donde nazcan los orígenes de sus estilos. Muestras son “El Buen y El Mal Ladrón”, del paso de ‘La Elevación de la Cruz’; Gestas de rostro feo y vulgar que mira hacia otro lado desentendiéndose de la escena del “Calvario” de Leoni, al contrario que Dimas, de apariencia más noblesca, cuya mirada se cruza con la del crucificado.

“Jesús Nazareno” de rica túnica tallada con ornamentación floral dorada, algo raro en las obras andaluzas que suelen vestir ricos mantos de terciopelo morado e hilos de oro.

«Hacia la Configuración del Naturalismo», sobre su origen podemos pensar y se sabe que era oriundo de Pontevedra y dos datos nos revelan que es de Sarria. El primero gracias a Pérez Constantí donde documenta al entallador Gregorio Fernández en Sarria encargándose de hacer en 1571 una escultura de San Lázaro para parroquia de ese mismo nombre, siendo este el padre de nuestro artista. El otro dato es en el testamento de la viuda María Pérez de Fernández redactado en 1661 donde declara que había dejado su marido, una manda testamentaria a una de las iglesias de Sarria.

Su localidad de origen Alcalá la Real en Jaén, le vio crecer. Pronto la familia Martínez se trasladan a un importante foco cultural y económico que se da en la ciudad de Granada, sobre 1579 ó 1580. El Lisipo Andaluz entra en el taller de Pablo de Rojas, otro jienense de Alcalá la Real y aposentado en la ciudad de los califatos. Él le enseñará el ambiente clasicista y la estética marianista imperante de la época con las evidentes influencias de las formas italianas de la ciudad.

El Ecce Homo de Gregorio Fernández.

El ‘Ecce Homo’ de Fernández, escultura magistral nacida del clasicismo para el barroco; una Venus de Médicis en continua búsqueda del perfecto contrapposto. Frente a tal genialidad, “San Cristóbal” de Montañés, obra hercúlea que descalzo se alza como Apolo, mostrando un cuerpo musculoso y unos ropajes de textura húmeda ceñidos al cuerpo.

La madurez de ‘San Francisco de Asís’ frente a la frescura del ‘Arcángel San Gabriel’, para llegar entre luz y sombra a la pequeña estancia que contiene el ‘San Bruno’ de Montañés.

Con que elegancia Fernández perfila a Santo Domingo de Guzmán”, que entre pliegues de ropajes angulosos y un tanto acartonados parece estar flotando en el aire.

«Fieles a Trento». Se piensa que su llegada a Valladolid sobre 1600, fue porque le animaran a venirse Juan Vila o Muniategui, y que el Insigne ya casado con su mujer en Madrid, entrara en contacto primero con los Leonis y su estilo y después con una gran vinculación a Francisco Rincón, sin saber si como aprendiz u oficial de su taller, e incluso amigo personal.

A la muerte de Rincón en 1608, Fernández además de hacerse cargo del taller también acoge a Manuel Rincón, hijo de Francisco.

Montañés, formado hábilmente en el taller de su maestro de Rojas, debió entrar entre once o doce años, dejándolo a los 18 años, que es cuando se marcha a Sevilla y al poco tiempo consigue su carta de examen con éxito. La habilidad que consiguió con Pablo de Rojas en realizar «obras de figura, una desnuda y otra vestida… en la arquitectura, planta y montea de un tabernáculo y el ensamblaje del con todas las formalidades».

Nos recibe con el “Crucificado de los Valderas”; talla de gran patetismo pero con un minucioso estudio del cuerpo.

Es llamativo el alto relieve que nos devela a la figura del Padre Eterno, arriba y un Jesús de niño acompañado de José y María colocados en la parte de abajo, “Las Dos Trinidades”. Pero es la capilla adyacente la que contiene un inmensurable tesoro; sola ella, con el cadáver de su hijo entre su regazo, “Nuestra Señora de la Piedad”, imbuida del más puro carácter Fernandino.

Un pequeño pasillo que, a modo de documento gráfico, recoge la firma un tanto inquieta de Martínez Montañés y más ornamentada de Gregorio Fernández. En frente de este angosto pasaje, contemplamos cuatro arquetipos de la Virgen María con la impronta de ambos maestros.

Grupo escultórico del Descendimiento, de Gregorio Fernández.

Como en la mesa redonda de Camelot, los «Modelos de Santidad». El 2 de mayo de 1624, el Cabildo de la catedral de Plasencia en Cáceres, para realizar el retablo gigantesco. Decide para la obra escultórica, los nombres de Gregorio Fernández, Juan Martínez Montañés, Juan González de Toledo y Salvador Muñoz avecinado en Zafra. Se decidió recurrir al Insigne, por el influjo castellano en esa zona y por su calidad.

En 1591 marcará un suceso importante en la vida del escultor. Estuvo involucrado en una reyerta en el compás de un convento sevillano, donde murió un hombre llamado Luis Sánchez, condenando a Montañés a dos años por homicidio, obteniendo el perdón de la viuda llamada María de Sebastián, recuperando sus bienes y pagando una multa de cien ducados por las costas civiles.

Se han dispuesto uno a uno alrededor del colosal “San Miguel”, que a guisa de su majestad Arturo, pisotea sin contemplación la fea imagen del mal encarnado en el demonio. Sus ‘caballeros’ con vestimentas de túnicas, mantos y espadas en manos como los dos “San Pablo”; más hercúleo y de larga barba en cascada el de Montañés, frente a la delicadeza del de Fernández con esas barbas que se arremolinan pegadas al cuerpo.

Piezas puramente más monacales son los “San Ignacio” y “San Francisco de Asís”, dando paso a dos esculturas de “San José con el Niño”, de ricas policromías con dorados de tipo floral y arbóreo en alto relieve.

«Escultura y Pintura» se entrelazan en el barroco. La “Lactación de San Bernardo”, de Diego Valentín Díaz, tiene su alter ego en la interpretación que talla Gregorio Fernández. Lo mismo ocurre con la “Inmaculada Concepción con Vázquez de Leca”, de Francisco Pacheco, que años después Martínez Montañés inmortaliza en la madera con gran acierto. Ya en 1602 – 1603, el Dios de la Madera con un taller consolidado. Le encargan el mejor crucificado que elaboro, el de la Clemencia. Refiriéndose él, a este como “debe ser obra mucho mejor que una que los días pasados hice para las Provincias del Perú”.

Un pequeño oleo de “Cristo Crucificado” precede la entrada la capilla que contiene el “Armario Relicario” de Diego Valentín Díaz y Mateo de Prado.

«Unas Estéticas en Expansión. La Estela de los Maestros». Fernández, creo una gran escuela de escultores entre otros Alonso de los Ríos, J., Antonio de Estrada, Andrés Solanes y muchos más, este último fue el predilecto de Fernández, con el que tenía grandes vínculos.

Testigos recogidos por Francisco Fermín con su “Sebastián” y Andrés Solanes, en la que sin duda alguna es su mejor obra, el grupo escultórico de la “Oración del Huerto”, por parte de la Gubia del Barroco.

San Cristóbal, de Juan Martínez Montañés.

El “Niño Jesús” y la impresionante cabeza de “San Juan Bautista”, de Juan de Mesa y Velasco, nacen tutelados por el Dios de la Madera.

Los contratos de aprendizaje de esta nueva generación de escultores se conservan en antiguos libros y manuscritos.

«Los Grandes Modelos», dejó el maestro su impronta en los 6 Pasos de Semana Santa, en los Atados de la Columna, las Santa Teresas, las Piedades, Crucificados y sobre todo en los Yacentes, estilos de todos estos único e inimitables.

Se puede sospechar que a partir de los 48 años tuviera en una rodilla hidratrosis agudizada por una enfermedad artrítica de características gotosas y que con 59 años, el martes 22 de enero de 1636, Valladolid se despide para siempre de su Gubia del Barroco.

Jesús Nazareno, de Pablo de Rojas.

Fue Juan de Mesa y Velasco, a través de Montañés quien evoluciono la escuela andaluza, con sus obras. En sus últimos años de vida del Lisipo, seguía con obras de envergadura, los retablos, como de los Santos Juanes, entre otras. A sus 81 años la epidemia que hubo en Sevilla en 1649, le despidió al Dios de la Madera.

Obras algunas de retablo en alto relieve, “San Juan Evangelista en la Isla de Patmos”, en el que Martínez Montañés parece adoptar la visión de Miguel Ángel. Esculturas de “Santos”, “Niño Jesús” o “Alegoría a San Juan Bautista” de gran aptitud, son intercaladas por parte de ambos maestros.
Todo queda eclipsado ante tal magnitud; Fernández nos deja sin palabras con el monumental conjunto del “Descendimiento”.

Para y por el pueblo llano todo el grupo desciende casi hasta emerger del suelo, una disposición que ejerce un mayor deleite y la contemplación más que minuciosa desde lo cercano. Observaremos desde esta proximidad atemporal los detalles más intrínsecos de la gran maquinaria en equilibrio.

El yacente de Gregorio Fernández.

El “Atado a la Columna” presenta un ángulo de visión de 360 grados, comenzando por esa espalda lacerada en extremo y siguiendo el giro natural de su cuerpo; las manos acomodadas en mariposa flotan sobre la columna baja de fuste estriado broncíneo y ábaco, equino y collarino dorados; recuperando su técnica de clasicismo que ya vimos en todo su esplendor en el “Ecce Homo”.

“Cristo Yacente”, velado irónicamente por las figuras orantes de “Alonso Pérez Guzmán el Bueno y su esposa María Coronel”, de Montañés; escultura de la muerte de Cristo ya tratada en un artículo anterior y que transmite paz y recogimiento al creyente y al no creyente.

“San Jerónimo Penitente” (imagen principal de este artículo), impregnado de la singular fuerza que irradia el Dios de la Madera. El modelado del cuerpo es exquisito, mostrándonos a un hombre recio en su plena madurez. La carne enjuta por el ayuno acentúa la musculatura bajo una piel tostada por el abrasador sol del desierto.

Reportaje gráfico: César Fernández

Bibliografía

  • El Escultor Gregorio Fernández. Juan José Martín González. Ministerio de Educación y Cultura. Madrid 1980.
  • Pablo de Rojas. Escultor de Imaginería. Maestro de Juan Martínez Montañés. Diversos autores. Ayuntamiento del Alcalá la Real 2000.
  • El Escultor Gregorio Fernández 1576- 1636 (Apuntes para un Libro). Jesús Urrea. Universidad de Valladolid 2014.
  • Grandes Maestros Andaluces. Juan Martínez Montañés. Volumen III. Diversos Autores. Ediciones Tartesos 2008.
  • Juan Martínez Montañés y su obra sevillana. Manuel Jesús Roldán. Maratania 2015.
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