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San Pablo, la brújula que apunta al norte

El templo vallisoletano sobrevivió a las tropas de Napoleón y a las desamortizaciones. Su fachada es un verdadero retablo en piedra, un tesoro que resplandece incluso de noche, la mejor herencia dejada por los Reyes Católicos y por el duque de Lerma

Ricardo Ortega

Han pasado cuatro siglos desde que se finalizara la iglesia de San Pablo, en Valladolid, y su presencia sigue maravillando a todo aquel que posa la mirada sobre su fachada. No solo capta el ojo del turista, siempre tan fácil de seducir, sino que -ahí reside la maravilla- sigue atrayendo como un imán al vecino que pasa a diario ante este retablo tallado en piedra.

Esta iglesia, de proporciones colosales, ofrece valores estéticos inapelables. También nos da una lección de arte y de historia. Nos recuerda el recorrido de la ciudad desde los tiempos de Violante de Aragón, esposa de Alfonso X el Sabio, que cedió a los dominicos un amplio espacio, de ubicación excepcional, situado extramuros al norte de la ciudad.

Allí se levantaría un importante convento, del que ya solo queda el recuerdo, aunque está representado dignamente por su iglesia, la única parte del conjunto que se mantiene en pie y que a veces parece tambalearse, como si echara de menos los sólidos muros del conjunto religioso.

Las huellas de la historia impresas en el templo nos recuerdan también a María de Molina, nuera de Violante, que impulsa la construcción del templo. Nos hablan de Juan de Torquemada, tío del inquisidor general Tomás de Torquemada, que patrocinó la construcción de la iglesia definitiva; sustituía a otra de tipo mendicante, cubierta con techumbre de madera. En aquel periodo se concluyó la cabecera, el crucero y la nave con cubierta de madera.

De entonces data el primer nivel de la fachada, el que identificamos como de gótico isabelino, o flamígero, cuya riqueza ornamental contrasta con la austeridad de otras fachadas de la época. Ya se presentan ante nosotros elementos góticos tardíos, con un naturalismo incipiente que anticipa el Barroco.

La segunda parte de la fachada, compartimentada en espacios rectangulares, llega desde la imposta hasta el frontón triangular. La mentalidad clasicista explica la claridad de su ordenación y para su decoración se utilizaron esculturas góticas, algunas próximas al taller de Gil de Siloé.

El acoplamiento de estos motivos se llevó a cabo durante el patronato del duque de Lerma, entre finales del XVI y principios del XVII, junto con la construcción de las dos torres. Por ello se presentan las armas y lápidas indicativas de los Sandoval y Rojas, estirpe de los duques de Lerma.

En tercer lugar, la fachada se remata con un frontón triangular. Sobre un fondo de escamas hay un escudo de los Reyes Católicos, que corona toda la portada.

La historia del convento y su iglesia empieza a declinar a principios del XIX, con la invasión francesa. Las tropas napoleónicas profanan la iglesia y el convento, al que causan graves daños.

La progresiva ruina del conjunto y los distintos procesos desamortizadores, en especial el de Mendizábal (1835-1837), acabaron con las dependencias conventuales para transformarlas en presidio.

Solo quedaba en pie la iglesia que hoy conocemos, ese monumental retablo en piedra que sigue inspirando a pintores y transeúntes. Que todavía funciona como brújula que señala el norte de la ciudad antigua. El edificio singular con el que soñaría cualquier ciudad del mundo.

La plaza de San Pablo en la Edad Moderna, en una reproducción realizada en el siglo XIX.

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