Yago Costoya
No hay hueco en la cabeza de nadie para llegar a imaginar la cantidad de situaciones que se han podido producir en la España peninsular a las 12:30 horas del lunes 28 de abril. Uno piensa y no deja de encontrarse con escenarios posibles y panoramas aterradores; las preguntas no dejan de aumentar.
Mientras tanto, las calles comenzaban a alborotarse de gente: desde quienes aprovechaban para desconectar y bajaban a leer un libro a la calle, hasta quienes no dudaron ni un instante, aceleraban el paso y se dirigían directamente a arrasar con productos de necesidad básica en los supermercados y tiendas de alimentación. En las carreteras reinaba el caos, los ruidos de claxon y la aparatosidad ante la falta de semáforos.
A medida que pasaban las horas, la estampa era cada vez más tétrica; la espera se iba haciendo más larga y la paciencia se agotaba. Los vecinos cruzaban miradas atónitas y mostraban gestos de incredulidad. La gente comenzaba a reunirse para debatir y especular sobre el posible motivo del apagón, siempre incluyendo el relato de dónde le había pillado a cada uno.
Jóvenes y mayores, todos forzados a una desintoxicación digital, comenzaban a socializar entre ellos. Radios ‘vintages’ salían a pasear por las calles, y quienes las portaban se convertían en el centro de atención: la gente se acercaba para informarse de lo que estaba ocurriendo, y después actuaban como pregoneros.
Las fuentes públicas acaparaban familias cargadas con botellas y cubos de fregona vacíos, al mismo tiempo que los supermercados que no contaban con generadores, comenzaban a cerrar. Las cestas y carritos de la compra se convertían en barricadas.

Los pequeños negocios despachaban a oscuras, sin dar abasto con la situación. Marta Barciela, dueña de la tahona Padova, en Valladolid, vendía su última barra de pan a las 14:15. Se habían acabado hasta los productos sin sal. El personal de los bazares rebuscaba con linternas entre las cajas más remotas de sus almacenes velas y mecheros, pero estaba todo agotado.

Por otra parte, se corría la voz de que algunas cadenas de supermercados aún permanecían abiertas y con luz gracias a generadores. En sus interiores, cámaras frigoríficas tapadas de cualquier forma, y estanterías vacías. Rebaños de gente arramplando con todo lo que cupiese en sus carritos de la compra, colas kilométricas y personal de caja fortaleciendo sus brazos.
La luz vuelve
La bombilla se enciende de nuevo; las estanterías, mágicamente, comienzan a llenarse otra vez. Los colores en los semáforos inauguran un mismo movimiento simultáneo en toda la calle: las miradas y las manos van directas a los bolsos y bolsillos. El apagón deja de ser el tema principal, ahora son los datos móviles los que toman el relevo, pues incuantificables conversaciones se quedaron a medias, sin respuesta. Una familia comprueba si les funciona Internet, mientras que el niño grita «¡Aleluya, por fin podré ver la tele!».