Carmen de Pablos
Ninguno de nuestros cenobios centenarios forma parte de la lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO a pesar de que, en número al menos, Castilla y León lideraría el pódium español, con más de cuatrocientos cincuenta reconocidos por el Gobierno regional. La verdad es que estos datos no suponen sino una aproximación; hubo y hay muchos más.
Una buena parte de este patrimonio tiene un carácter especial, pues se trata simplemente de ruinas, vestigios de lo que una vez fueron monasterios, conventos, prioratos o abadías, quizá nuestro patrimonio más sensible y maltratado.

Cerca de un treinta por ciento de la riqueza monástica de esta comunidad está en ruina y, curiosamente, compartió una historia común, con un final bien sabido que realmente consistió en un largo proceso durante el cual estos bienes patrimoniales, ahora tan frágiles, se fueron invisibilizando poco a poco, fueron siendo silenciados.
De su origen, poco puede decirse que no se intuya. Fue, sin duda, debido a necesidades ya olvidadas del mundo del pasado, fundamentalmente en la Edad Media. Todos estos cenobios ruinosos experimentaron con el paso del tiempo adaptaciones y cambios muy similares que fueron reflejando las inquietudes y las tendencias arquitectónicas de siglos de uso y compartieron una historia común que abocó a un desastroso final para buena parte de ellos.
Todos, casi sin excepción, superaron guerras, incendios, asaltos, expolios y otras barbaries de los que la mayoría resurgieron, aun con sus fuerzas mermadas; sin embargo, popularmente se atribuye el comienzo de su fin a las sucesivas desamortizaciones que tuvieron lugar durante el siglo XIX, aunque esta afirmación no sea del todo cierta.
El tiempo todo lo puede y estos enormes edificios se habían ido vaciando a la par que perdían poder a lo largo de los siglos, a la vez que la precariedad de muchas construcciones, poco o nada mantenidas, empezaron a pasarles factura. Durante los ocho años que duró la Guerra de la Independencia, cientos de cenobios fueron ocupados, saqueados o destruidos.
El trienio liberal de Fernando VII, en el primer cuarto del XIX, supuso el cierre y la supresión de numerosos monasterios y conventos en toda nuestra geografía y el año 1835 probó ser un hito trágico: Mendizábal, en nombre de un gobierno legítimo pero insensible, dio carpetazo a la historia de una buena parte del patrimonio religioso español y, lo que es peor, abrió la puerta a que la codicia, o la ignorancia, de ricos o pobres, villanos o nobles, profesionales o aficionados, propiciara un saqueo desmedido. A él le siguió Madoz.
La Guerra Civil y el desarrollismo de la postguerra contribuyeron también a rematar centenares de historias y propiciaron algo más: la especulación por parte de capitales extranjeros, marchantes, coleccionistas y anticuarios internacionales.

Hacer visibles nuestras ruinas, este patrimonio monacal nuestro tan frágil, tan especial, tan maltrecho, supone un reto irrenunciable que las administraciones públicas, fundaciones, organizaciones en defensa del patrimonio y ciudadanos de a pie debemos hacer propio, aun a sabiendas de la dificultad que entraña; parte de él ha desaparecido en buena medida sin dejar apenas vestigios visibles y hay todavía restos de edificios no protegidos a punto de desaparecer.
Quizá por ello, noticias como el galardón Europa Nostra 2023, concedido a la consolidación de las ruinas del monasterio leonés de San Pedro de Eslonza, no deja de ser un aliciente, un estímulo en la cruzada de poner de nuevo en el mapa tantos y tantos claustros silenciados, dotándoles de un uso, consolidándolos o, al menos, digitalizándolos.
Este es justamente el objetivo del proyecto Claustros silenciados (patrimonioinvisible6.webnode.es), una sencilla web, sin ninguna pretensión, que reseña ciento treinta y cinco cenobios castellanoleoneses en distintos grados de ruina y que solo desea ser considerada como una invitación a su redescubrimiento.

No están todos los que son, pero sí una mayoría silenciosa y representativa que permite una fotografía significativa del estado de las ruinas, muchas ya casi invisibles, que forman parte de otra geografía, la ‘emocional’.
Pero, ¿son invisibles todos nuestros monasterios en ruinas? La respuesta es un no rotundo. Siendo fieles a la realidad, la mayoría están señalizados, y en los últimos años, incluso, están volviendo a ser de actualidad, gracias a la labor de entidades públicas o privadas que han hecho posible frenar su deterioro y los han hecho visibles al gran público, promocionándolos a través de los medios de comunicación y las redes sociales.

En honor a la verdad, muchos edificios monásticos, cada vez más, han visto recuperada toda o parte de su imponente presencia y se les ha dado un digno uso alternativo y permanente que les ha permitido comenzar de nuevo.
Fincas de eventos, hoteles, restaurantes, fábricas, residencias, sedes sociales o comerciales, centros culturales, espacios de usos múltiples, museos, centros de interpretación, dependencias administrativas, sedes de organismos públicos y privados, centros educativos, tiendas, jardines… son algunas de las segundas vidas de lugares míticos bien conocidos como, por ejemplo, San Pelayo del Cerrato, en Palencia, sede de la Fundación Siro, o el monasterio de Sancti Spiritus, en Olmedo (Valladolid), transformado en un popular complejo termal, por citar alguno.
Otros, sin tener una función específica, han sido o están siendo consolidados y se utilizan eventualmente en ciertos eventos. Monasterios como el de Rioseco y el de San Antón de Castrojeriz, en Burgos, La Armedilla en Valladolid, o San Jerónimo de Guisando, en Ávila, son visitables y no dejan de admirarnos no ya por su innegable atractivo sino por la intensa labor del voluntariado que los gestiona. Genuinas joyas de nuestra herencia cultural como el monasterio de Moreruela, en Zamora, Santa María de Sandoval, en León, o Nuestra Señora de Palazuelos en Corcos del Valle (Valladolid) son también visitables, gestionados esta vez por las propias administraciones regional o local.

Sin embargo, hay ruinas que, olvidada la misión que las mantuvo en pie, van declinando en espera de ese futuro posible. Son mucho más modestas, han sido mucho más maltratadas y repetidamente expoliadas o vandalizadas; en casos, se han utilizado sus viejos sillares, ladrillos, mampuestos o adobes para construir edificios utilitarios de dudoso gusto que fueron poco a poco reduciendo, o en casos encubriendo, su vieja fábrica y borrando del recuerdo colectivo su antigua función. No son notables ni están en todos los mapas.
De ellas aún se podrían diferenciar dos importantes grupos. En el primero tendrían cabida todos aquellos edificios en estado de ruina total o casi total, en los que apenas se reconoce una mínima estructura. Muchos de ellos se han mimetizado en un entorno que la naturaleza ha recolonizado.
Lugares como San Román de Entrepeñas, en plena montaña palentina o Nuestra Señora de Gracia, en la sierra de Francia salmantina, son una recompensa inesperada que el caminante puede encontrar en su ruta, a pesar de su lamentable estado. El monasterio de Nuestra Señora de los Ángeles de la Hoz, en Sebúlcor (Segovia), que agoniza año tras año en una de las más impresionantes hoces del río Duratón, sería otro buen ejemplo de belleza convertida en desidia y abandono.
El segundo grupo englobaría aquellos edificios que aún mantienen en pie parte de su antigua estructura, normalmente la iglesia. En ocasiones son lugares que se han venido usando en pequeñas poblaciones como depósito de materiales agrícolas, rediles de ganado, palomares o almacenes y que ni siquiera son reconocibles ya como antiguos cenobios; Nuestra Señora de Huerta en Soria o el monasterio del Pino, en Segovia, podrían servir de ejemplo.

El impresionante monasterio del Risco, por ejemplo, en la provincia de Ávila, se manifiesta al caminante como una aparición majestuosa a media ladera en una abrupta geografía que hace honor a su nombre y lo mismo ocurre con el enigmático Nuestra Señora de los Lirios de Alveinte, en la burgalesa sierra de la Demanda, todos ellos en lugares de apreciados valores naturales y limitada accesibilidad.
Se atribuye a Diderot la reflexión: “¿Ignoráis por qué razón las ruinas agradan tanto? Yo os lo diré; todo se disuelve, todo perece, todo pasa, solo el tiempo sigue adelante”. Mucho se ha avanzado en la lucha contra el tiempo, en protección y conservación, pero aún hay trabajo por hacer como catalogar, digitalizar, señalizar, perimetrar, facilitar el acceso en caso de propiedades privadas… y, por supuesto, impedir el colapso final.
El valor patrimonial de la ruina es una herencia a la que no podemos ni debemos renunciar. En ella, cada pequeño detalle es testimonio de una historia única. Este patrimonio casi intangible solo cobra entidad cuando existe un deseo interior de percibirlo con todos los sentidos, de entender su naturaleza, de recrearlo, de escuchar sus historias. Aquí no valen catalogaciones convencionales, por mucho que nos esforcemos en crearlas; son otros los criterios que la razón maneja y que solo la emoción entiende.