Detrás de cada vino hay una historia escondida. No solo nos cuenta cómo ha sido elaborado; también dice mucho de quien lo produce. Una cata exhaustiva que hemos hecho con Bodegas López Cristóbal, en la Ribera del Duero
Por Daniel González
En la casa de los López Cristóbal hay un elemento arquitectónico que llama la atención. Uno de sus habitáculos en forma de torre circular se ha coronado con un capirote de acero que sirve de tejado. Para su instalación se tuvo que ser muy meticuloso en el trabajo. La pieza pesaba toneladas, y si no se colocaba correctamente todo lo que estaba construido podía venirse abajo.
Finalmente, la operación fue todo un éxito y la familia afincada en el municipio burgalés de Roa pudo respirar aliviada. Esto sucedió hace diez años, pero define con claridad la filosofía que ha marcado al negocio familiar: el perfeccionismo.
Porque para las bodegas López Cristóbal la diferencia entre un buen vino y un vino excepcional está en el detalle, en ser cuidadoso en todos los procesos de elaboración y mantener el equilibrio entre artesanía y fabricación industrial. “No es fácil mantener ese equilibrio. Es la eterna lucha”, reconoce Galo López Cristóbal, actual director de la bodega e hijo de los fundadores, Santiago López y Lola Cristóbal.
Precursores de la Ribera
Quien llega a las instalaciones de la bodega, situadas próximas a un joven Duero en la localidad de Roa, no se imaginará que hace 40 años la imagen era muy distinta. Aquí y en toda la Ribera del Duero, pues las huestes de viñas no conquistaron el paisaje hasta que la Denominación de Origen no echó raíces sólidas en esta tierra.
Santiago López, como muchos otros, fue el artífice de este cambio. En 1982 empezó a plantar viñas en las diez hectáreas que había heredado de su padre. En las primeras vendimias, la uva no se utilizó para elaborar su vino, sino que se la vendía a otra bodega, hasta que esta entró en suspensión de pagos.
Se vio entonces en la tesitura de arrancar las viñas o emprender y producir su propio vino. “Los bodegueros no eran ningunos genios, y yo no me consideraba tan inútil para ejercer esa actividad igual que ellos; o incluso mejor”, asegura Santiago.
Pisando fuerte
La decisión estaba tomada. Santiago eligió el camino de la aventura empresarial para dejar de depender de otros. Era el año 1994 y tuvo que invertir en nuevas instalaciones y formarse en la materia. Finalmente salió al mercado su primer tinto. 40.000 botellas de “una añada excepcional”, presume orgulloso. Tanto que fue premiado con un Zarcillo de Oro. Una recompensa al esfuerzo y un aliciente para seguir creciendo.
Ampliaron la sala de elaboración, más hectáreas, más barricas y con el negocio asentado se empezó a pensar en el futuro. ¿Habría continuidad para el sueño de Santiago?
El camino de la hormiguita
Con dos hijos, llegó el momento en que los padres fundadores se plantearon si su empresa iba a ser herencia. Uno de los vástagos opositó y acabó en un puesto estable de funcionario. Entonces, las expectativas paternas se posaron en Galo, que se había formado como ingeniero industrial.
Galo optó por seguir los pasos de su padre. Se incorporó a la empresa en el año 1998, se formó no solo en la parte enológica, también en la comercial y empresarial. Con el tiempo fue obteniendo una visión completa de la realidad de un sector con una competencia feroz. “¿Por qué alguien iba a elegir mi botella y no una de las 100.000 que hay? ¿Cómo conseguir que diga, no, la que yo quiero es la de López Cristóbal?”, se preguntó.
Ellos eligieron el camino de la hormiguita. Focalizaron en el “boca a boca”, sin mucho marketing, cuidando el trabajo en la viña. Porque como en la restauración, “por mucho que tengas una cocina bien equipada, lo más importante es que tengas una buena materia prima”, sostiene Galo.
Un ejercicio de equilibrismo
Desde hace años es el hijo de los López Cristóbal quien tiene las riendas del negocio. Y, aunque son muchas las cosas que han cambiado desde aquella primera campaña del 94, la filosofía sigue siendo la misma: lograr la perfección sin ser presuntuoso.
Porque las instalaciones son ahora más grandes. Las diez hectáreas con las que comenzaron ahora son ochenta. Las 40.000 botellas de entonces ahora son 400.000. Tienen más clientes y más reconocimiento en cuanto a premios, y la familia López Cristóbal también se ha estirado con cinco nietos.
Pero llega un momento en que toca disfrutar de la cosecha, en que seguir creciendo significa perder el rumbo. “Si yo me decidí por este negocio fue para disfrutar de su parte bonita, que es tomar decisiones en cuanto al vino. El problema es cuando tú te enredas y no puedes disfrutarlo. Por eso no hay que crecer mucho”, señala Galo.
Así, desde la primera añada a la última se han mantenido regulares, sin parar de crecer, pero en la correcta medida para no perder su esencia. Un ejercicio de equilibrismo como la instalación del capirote de acero de la casa. Meticuloso, pero con un resultado inmejorable si se hace como es debido.