No te avergüences en absoluto si tienes un lapsus en el restaurante o la barra del bar y pides un clarete, como hacían tus abuelos. Es cierto que la palabra entró en desuso, denostada, a mediados de los años 80. En Valladolid o Palencia duró un poco más, pero su uso también se fue diluyendo: España entraba en la modernidad y había quien miraba por encima del hombro a quien ‘no sabía’ pedir un rosado en condiciones, a quien no estaba ‘a la última’.
Pues no: las normativas europea y española equiparan ambas categorías, que solo hacen mención al color del vino, y por lo tanto ambas son válidas. Cosa diferente es que los reglamentos de las diferentes denominaciones de origen recojan el término clarete para el etiquetado.
Llámalo clarete si lo deseas, y si este acto de militancia en favor de un localismo (al menos lo es en la zona de Cigales) da lugar a una tertulia, no dudes en demostrar tus conocimientos.
Una clave: tradicionalmente el rosado procedía de uvas tintas cuyos mostos fermentaban sin los hollejos, con lo que alcanzaban su coloración característica. Por el contrario, el clarete procedía de la mezcla de uvas tintas y blancas, con una fermentación que se hacía en presencia de los hollejos.
Pierde los complejos y no lo dudes: un clarete justifica de sobra un rato de conversación. Si tienes enfrente a tu cuñado, no dudes en leer MÁS CASTILLA Y LEÓN para armarte de argumentos.
Texto: Tomás Jurío y Ricardo Ortega
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