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Elogio de lo pequeño

Rafa Varón, arqueólogo Miranda, Ondare BabesaRafael Varón. ArkeoClio

Leo en redes sociales una cuenta a nombre de Colin Renfrew. Utilizando el nombre de este famoso arqueólogo se lanzan noticias de esta ciencia en píldoras muy asequibles. Su tema principal es el tráfico ilícito y la destrucción de antigüedades.

Cuando hablamos de este tema siempre pensamos en las últimas destrucciones del Daesh o en las ya casi viejas de los talibán. A veces también nos acordamos de esos casos chuscos y escatológicos que pasan de vez en cuando en Pompeya (sexo en las ruinas de sus prostíbulos, turistas que no llegan al baño y abonan el yacimiento). Sin embargo, en una de sus últimas entradas la preocupación de este pope de la arqueología mundial no se fija en las destrucciones a gran escala o en las redes internacionales de traficantes que colaboran con el terrorismo. Se fijaba en el saqueo de los azulejos que decoran las casas de Lisboa. Son piezas pequeñas, que por sí mismas pasan desapercibidas y que solo apreciamos formando parte de esos estupendos mosaicos de las paredes lisboetas, herencia decadente de su pasado medieval, moderno y contemporáneo.

Aunque hay casos en que su comercio resulta legal, parecen más numerosas las ocasiones en que su tráfico se debe al egoísmo caprichoso de la demanda turística que es saciada por gentes sin escrúpulos en muchos casos y en otros por aquellas personas a quienes la droga les quitó esas vergüenzas.

Podemos condenar al expoliador, pero a mí me parece que lo que subyace en este tráfico es mera desidia. Es la falta de reconocimiento de unos elementos que, por conocidos por sus vecinos, no son valorados por estos y sí por otros mercachifles.

No me cuesta pensar en ejemplos cercanos fuera de Portugal y bien cerca de casa. No hace tanto tiempo la necesidad y la falta de cultura nos hacía vender completas, o a trozos, iglesias románicas que acabaron en Estados Unidos, pero también cruceros, santos, vestigios arqueológicos, o elementos etnográficos de nuestros abuelos pastores, ajuares de nuestras abuelas que pasaron por las oficinas de diletantes sin escrúpulos, para desaparecer en salones o acabar amontonados en instituciones que decían rescatar nuestro patrimonio.

Les habrá pasado a ustedes, como a mí, que una de las cosas que más se glosan cuando visitan un monumento (pero uno bien monumental) que siempre se destaca que es lo más grande del… (escoja una: mundo, Europa, cristiandad, autonomía). Sin embargo, no solemos valorar aquello que, en un mundo globalizado, nos hace singulares, por muy pequeño que sea.
Esas pequeñas exclusividades, a veces no más grandes que un azulejo, o que una ermita románica abandonada en el monte, son las que nos hacen auténticos y son las piezas que deben servirnos para poder identificarnos con nuestro entorno y con nuestra tierra, siempre en su justa medida y sin caer en estúpidos tipismos localistas.

Así que disfruten de lo pequeño, de lo oculto al gigantismo cultural. Aprecien los suelos empedrados, las baldosas rústicas, los caños de sus fuentes, las viejas aldabas de sus puertas, las llaves de la luz y teléfonos de bakelita. Sigan, por favor, teniendo fresqueras y glorias. Conserven los celemines y las fanegas.

Y al resto, a los que no poseemos físicamente esos objetos y esos paisajes, nos toca exigir que no se abandone a quien sí los tiene. Contemplemos en nuestros grandes planes estas minucias que conforman nuestra historia y defendamos el patrimonio, sobre todo, de la desidia.


Fotografía: Grajal de Campos (León). Autor: Ricardo Ortega

“La arqueología nos ayuda a comprender y planificar el territorio”

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