En el corazón de la Ribera del Duero, bajo las calles de Aranda de Duero, se esconde un tesoro laberíntico, una red de pasadizos excavados en la tierra que son mucho más que simples bodegas. Son el alma de una ciudad, la huella de una historia vitivinícola que se forjó en la penumbra y el silencio, y que hoy, a través de sus más de 7 kilómetros de galerías, nos invitan a un viaje en el tiempo.
Desde los siglos XII y XIII, Aranda de Duero se consolidó como uno de los principales centros productores de vino del norte de España. La respuesta a la necesidad de conservar y madurar el vino en un ambiente de temperatura y humedad constantes, en una tierra de veranos calurosos e inviernos fríos, fue la construcción de estas bodegas subterráneas. Una solución inteligente que transformó una economía de subsistencia en un próspero motor comercial, y que hizo fluir los dineros con tal abundancia que la portada de la Iglesia de Santa María la Real se costeó con aportaciones populares.

El vino, a diferencia del Ribera del Duero actual, no destacaba por su gran calidad en aquellos tiempos. Sin embargo, su fácil transporte lo hacía más competitivo, y su principal destino era Burgos, por entonces un centro de primer orden.
La arquitectura del subsuelo
La vendimia, el momento álgido del año, marcaba el inicio de un proceso laborioso. La uva recogida se pisaba en el ‘lagar’, y el mosto resultante era transportado en ‘pellejas’ por los ‘tiradores’, que lo bajaban con gran esfuerzo hasta las cubas en las bodegas. Estas construcciones, excavadas entre 8 y 11 metros de profundidad en una capa de asperón, se diseñaron para cumplir con una serie de requisitos esenciales.
Debían ser lugares secos y aireados, protegidos de filtraciones de agua y dotados de una ventilación adecuada. Esta se lograba a través de la puerta de entrada, con sus maderos cruzados, y una ‘zarcera’, una chimenea que no solo aireaba el espacio, sino que también eliminaba el ‘tufo’, ese gas venenoso que se desprendía de la fermentación. Un dato curioso y revelador: las bodegas se construían bajo los solares de las casas, nunca bajo las calles, para evitar las vibraciones de carros y transeúntes que pudieran alterar la fermentación.

Hoy en día, se conservan 135 de estas bodegas históricas, repartidas en distintas zonas de la ciudad, desde la calle Los Bodegones hasta las calles Isilla, Cascajar y Barrio Nuevo, que juntas albergan 52 de ellas. La mayoría de estas bodegas están conectadas entre sí, formando un intrincado laberinto de túneles con naves de unos 3 metros de anchura media.
La experiencia de la visita
Si bien resulta difícil fechar su construcción, se cree que se iniciaron a finales del siglo XIII, alcanzando su mayor expansión en los siglos XIV y XV. La labor de las ‘Peñas’ arandinas, junto a la de numerosos particulares, ha sido fundamental para que estas joyas perduren hasta nuestros días.
Para aquellos que deseen sumergirse en esta fascinante historia, Aranda de Duero ofrece diversas opciones para visitar sus bodegas. La Oficina de Turismo propone desde visitas a cuevas musealizadas, hasta experiencias teatralizadas en la Bodega de Las Caballerizas, o el Centro de Interpretación del Vino (CIAVIN), que culmina con un recorrido por la Bodega de las Ánimas, un auténtico museo viviente.

Para los más aventureros, Ribiértete propone un ‘escape room’ en el que, para salir de la bodega, es necesario resolver enigmas y puzles.
La Bodega Histórica Don Carlos ofrece un recorrido completo, que incluye una parte sin modificar y otra adaptada para catas, mientras que el restaurante El Lagar de Isilla cuenta con una bodega musealizada abierta al público en el mismo horario que el establecimiento, permitiendo maridar la visita con la exquisita gastronomía local.
Por último, algunas Bodegas de las Peñas, guardianas de esta tradición, abren sus puertas al público en eventos especiales, como la lectura de El Quijote que se celebra frente a la bodega “El Bolo” de El Chilindrón.
Visitar estas bodegas no es solo una actividad turística, es un encuentro con la historia, el trabajo y la pasión de generaciones que hicieron del vino el corazón de Aranda. Es la oportunidad de caminar por las entrañas de una ciudad y sentir, en cada paso, la herencia de una cultura que hoy podemos saborear.
